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Hedy Lamarr, la inventora que fue estrella en Hollywood

Por EUGENIA TUSQUETS y SUSANA FROUCHTMANN

El siguiente texto es un capítulo del libro 'La pasión de ser mujer', de Eugenia Tusquets y Susana Frouchtmann, que edita Circe. El libro incluye 12 perfiles de mujeres relevantes de todos los tiempos para combatir su olvido en los libros de historia. Uno de ellos es el de Nedy Lamarr (Viena, 1914-Orlando, 2000), ingeniera y actriz, gran estrella en el cine de Hollywood de los años 40 y 50, e inventora de un sistema de comunicaciones secreto en plena Segunda Guerra Mundial. Conoció a Adolf Hitler, pero no dudó en poner su talento al servicio de los aliados contra el nazismo. Creadora del sistema de "espectro expandido", su invento tuvo aplicación en conflictos posteriores como la crisis de los misiles en Cuba o la guerra de Vietnam. Fue el precursor de muchas de las tecnologías inalámbricas que utili­zamos hoy en día. El Día Internacional del Inventor se celebra en la fecha de su nacimiento.

Hedy baja las escaleras de su casa después de una noche demasiado corta, insuficiente para sentirse to­talmente descansada tras cuatro días de rodaje inten­so en los estudios. El pequeño James sale a recibirla seguido por la cuidadora. Se echa en sus brazos y lue­go empieza a gimotear con su parloteo apenas inteli­gible.

–Me ve poco, ¿no te parece? Yo creo que por eso se queja – le dice Hedy a la niñera.

–Bueno, ya lo hemos hablado, señora... pero el niño está bien. Está perfectamente. Come todo lo que le pongo en el plato y duerme sus horas.

–¿Cómo ha estado estos días?

–Como siempre. Quizá sea cierto que la echa un poco de menos... Pero no debe preocuparse.

–Dentro de una hora, o antes, viene su padre a buscaros a los dos. Ya te lo avisé, ¿verdad? ¿Tienes sus cosas preparadas?

–Sí, como siempre.

–No lo pierdas de vista cuando estéis en su casa.

–Por supuesto, señora... pero el señor Markey no me pone nunca trabas. El niño lleva una vida tranqui­la cuando estamos con él. Y tiene también bastantes juguetes allí... No se preocupe.

Hedy, que mantiene al pequeño en brazos, lo besa y se lo entrega después a la niñera. Ella se está aún acostumbrando a Hollywood y a la locura que envuel­ve esta excéntrica ciudad. Aún es una extraña aquí. Todo su pasado es europeo: su experiencia como ac­triz en Alemania, sus estudios en la Facultad de Inge­niería, los tiempos convulsos que desencadenaron la Segunda Guerra Mundial... A ella la criaron en Aus­tria; estaba destinada a permanecer en el mundo de la disciplina y la rectitud, pero ahora en Hollywood, por poco que alarga la vista o el oído se topa con un ambiente muy distinto al que estaba acostumbrada, y hacia el cual tiene sentimientos encontrados. De to­dos modos, no ha sabido resistirse a la tentación de introducirse en él, sobre todo porque se le han facili­tado tanto la cosas... Va a ser como un experimento más, se excusaba consigo misma al principio, cuando pisó California por primera vez.

A sus escasos veintiocho años acumula muy inten­sas vivencias, las que corresponderían a toda una vida en la mayoría de los profesionales del cine – y consi­guientes parásitos– que ahora la rodean. Hedy es cons­ciente de su superioridad intelectual sobre la mayoría de ellos. Ignorantes de sus habilidades como científica y pensadora, de persona cuya instrucción y capacidad mental están muy por encima de la media, se quedan al conocerla únicamente obnubilados por su belleza. Ha sido tan entusiasta su entrada en este mundo de elegidos por la fortuna que es la capital del cine, que ya empiezan a surgir los inevitables rumores y las ha­bladurías maledicentes sobre su persona. Es com­prensible. Louis Mayer ha sabido lanzarla, promover­la como la mujer más bella del mundo, y eso – era de esperar– iba a producir envidias en esta ciudad de dio­sas y dioses con vidas de privilegios y lujos, apartados de la realidad del resto del país. Porque esta, la suya, no es la realidad ni de América ni de Europa, castiga­dos ambos continentes por las guerras y las crisis.

Se rumorea incluso que James no es adoptado sino su hijo biológico. ¡Qué tremenda estupidez! ¿Qué in­terés tendría ella para ocultar una maternidad que es­taba de hecho persiguiendo? Cuando, tres años antes, le planteó a Mayer que quería tener un hijo, él puso el grito en el cielo:

–¡Hedy, por el amor de Dios! Un hijo ahora, ni ha­blar. Acabas de aterrizar en esta ciudad. Estás empe­zando a situarte en el primer lugar del estrellato. Algo que nadie consigue en tan corto espacio de tiempo. ¡Te llueven los contratos!

–Bueno, precisamente por esto quizá pueda per­mitírmelo. Total, van a ser solo unos meses...

–De ninguna manera. No ahora. Adopta, si quie­res... aunque incluso eso me parece que va a quitarte un tiempo precioso que necesitas para empezar una carrera como la que te está destinada. Eres joven, puedes esperar para tener hijos. ¡No ahora, por favor, Hedy, no ahora!

Ella claudicó en aquel momento y firmó, uno tras otro, varios contratos que no permitían embarazos. ¿Cómo ocultar, pues, una maternidad? Esta es una ciudad de locos, piensa a menudo. Voy a tener que acostumbrarme que estar en el candelero tiene su parte negativa. Incuestionablemente negativa.

Aparta ahora Hedy todos esos recuerdos de hace unos años y observa a James que ha salido al jardín de la mano de la niñera. La verdad es que ha tenido suerte con ese niño. Es un bebé precioso. De hecho se le parece, extrañamente se le parece. Ha sido eso, sin duda, lo que ha hecho surgir las habladurías sobre su maternidad. Gene va a presentarse de un momento a otro para recoger al pequeño. Ella tiene la custodia total pero ha consentido en que pase de cuando en cuando un día con él porque no quiere problemas, ni gritos, ni malos entendidos. Están aún con el papeleo del divorcio y tiene demasiadas cosas en la cabeza, bastante más importantes que pelearse con un exma­rido. Le dirá a Gene que puede llevarse al niño todo el día, como hizo la semana pasada. De hecho a ella le viene de perlas el plan, porque ha quedado con Geor­ge para cambiar impresiones sobre su proyecto.

Clark Gable y Hedy Lamarr en una escena de 'Camarada X'

Se dirige a la cocina. Va a prepararse un café; ne­cesita energía suficiente para encarar ese día tan completo que le espera. Hoy no tiene rodaje. Por suer­te, Spencer rueda en estos momentos los exteriores con un montón de comparsas y sin ella. Maravilloso compañero Spencer Tracy. De hecho, es gracias a él y a lo fácil que le pone su trabajo que puede permitirse el lujo de pensar en proyectos personales como el que tiene ahora entre manos con George. George es un gran músico. Ambos se cayeron extraordinariamente bien desde que los presentaron hace ya un año. Sus cerebros reconocieron inmediatamente la valía del otro. George es un jovencísimo genio de la música. Ahora son inseparables; lo suyo es una amistad autén­tica. Solo una amistad; hubo un conato de flirteo mu­tuo durante unos días pero ha podido más el interés que comparten por la ciencia. Hedy ha llegado a pen­sar que George es homosexual, o por lo menos no tie­ne claro cuáles son sus tendencias. Está tan acostum­brada a que los hombres se vuelvan locos por su físico que se le hace difícil pensar que alguno valore más su cerebro. No se lo ha preguntado, ni se lo pregunta­rá. Le importa bien poco. En estos momentos, de to­dos modos, después de dos fracasos matrimoniales, es un bálsamo esta relación puramente intelectual con un hombre, esta amistad simple y sincera.

–El primer día de descanso que tengas entre roda­je y rodaje hemos de vernos, o más bien encerrarnos en tu estudio para ponernos ya a trabajar en el pro­yecto – le dijo él por teléfono hace unos días–. Vamos a pasar de la teoría a la práctica.

Y ella está de momento a la expectativa de lo que puede surgir de estas reuniones con George. No quie­re inhibir el ambiente de confidencialidad que se ha creado entre ellos dos, la ilusión de lo que puede emerger de su relación. A partir de las conversaciones que han ido manteniendo en sus encuentros, hetero­géneas, incluso abstrusas en ocasiones, se ha perfila­do lo que ahora empieza a ser un plan concreto que le ratifica sus aspiraciones pasadas con respecto a in­ventar algo realmente significativo para la ciencia. Algo que deje atrás los sarcasmos, humillaciones y malos tratos – por qué no reconocerlo– de su primer marido en Alemania, cuando toda su energía estaba en reafirmarse profesional e intelectualmente. Ade­más, se siente ya inmune a cualquier suerte de suspi­cacia por parte de los demás, al menos de todos los que la rodean en la actualidad.

Hedy entra en su estudio, café en mano, para es­perar a George. Es un espacio con un cierto aire de bohemia, si se compara con el resto de la casa, tan elegante, rozando lo suntuoso para no marcar las dis­tancias con el resto de artistas que viven como ella en las colinas, decorada por el interiorista de moda. En su estudio, ese sí amueblado por ella, conviven con gracejo unas sillas ultramodernas con el escritorio victoriano lleno de papeles, estanterías industriales repletas de libros y una mesa enorme con todo tipo de artilugios y maquetas a medio realizar. Hay también una pizarra enorme en la única pared sin ventanas o puerta. Todo ello conforma un batiburrillo armónico, coherente dentro de su incoherencia.

Llega George.

–Hedy, no he podido casi dormir últimamente es­perando que llegara el día de hoy, que podíamos dedicar a lo nuestro. Estamos cerca de algo importan­te... Creo que diste en el clavo cuando me preguntaste sobre la utilización del rollo de pianola para mi com­posición Ballet mécanique.

Y sí. Realmente, es a partir de esa certera asocia­ción de ideas – la que Hedy ha hecho en el último en­cuentro de ambos– que empieza su investigación, aho­ra ya sobre una base concreta. Llevan varias reuniones con un propósito: el de crear entre los dos un sistema de comunicaciones de código indescifrable. Ella tiene ese proyecto en la cabeza desde que, en los prolegóme­nos de la Segunda Guerra Mundial, acompañaba a su primer marido, el armamentista Fritz Mandl, en sus viajes de negocios con Hitler y Mussolini. Aprendió entonces a odiarlo. A él, a sus actividades comerciales y, como no, también a esos clientes en particular.

Ese día, Hedy y George trabajan incansables has­ta muy entrada la noche, emocionados con sus avan­ces; están dando un paso de gigante en su investiga­ción. George la admira. Hedy tiene esa faceta de osada y decisiva; es obvio que ha dirigido su vida con una determinación germánica sin la cual tal vez no ha-bría podido emprender desde tan joven la miríada de proyectos, difíciles muchos de ellos, que ha llevado a término. Él es más indulgente y menos estoico; quizá por esta razón, en tanto que socios, se complementan a la perfección.

–Lo que me fascina de ti es esa testarudez y esa forma de entender la vida tan poco convencional, tan contradictoria y desacorde con lo que se espera de una persona de tu ambiente – le dice George.

Ella sonríe. Han estado trabajando sin parar du­rante varias horas y agradece ahora esta pausa de charla relajada con George.

–Es cierto que no me gusta renunciar a nada de lo que se me ocurre... y si a esto le llamas testarudez...

–Lo es, lo es. Y a mí me has enseñado que las mi­radas atrás, sobre todo esas que se hacen con resenti­miento, no conducen a nada... por lo menos no a un futuro deseable – continúa George–. Tengo tendencia a deprimirme, a sentir que todo lo que me rodea es frágil y efímero. Pero la verdad es que tú y nuestro proyecto me estáis cambiando. Siento que he podido sepultar, al menos en parte, el ego y algunas de esas emociones personales que me atenazaban.

–Es exactamente así... cuando cortamos los lazos que nos unen a las influencias exteriores estamos en condiciones de realizar lo que realmente somos capa­ces de realizar. Y lo más importante: traspasar el lí­mite de lo tangible y, desde luego, saltarse las reglas. Hemos crecido en la cultura del conformismo y la mediocridad, en la filosofía de no sacrificarse o entre­garse a una tarea que valga la pena, y eso...

–¡Cómo sois los germánicos! Tampoco me veo en­tregado en todo momento a las inclemencias de pro­yectos inconmensurables...

–No, claro que no. Pero sí de buscar más allá, atre­verse, traspasar fronteras y, desde luego, desprender­se de prejuicios...

– Bueno... es lo que estamos haciendo... o no ha­bríamos podido llegar al punto al que hemos llegado en la investigación... Tengo mucha fe en nuestro tra­bajo. Estoy seguro de que será el embrión de otros muchos inventos.

–Pues yo me doy por satisfecha si he conseguido asesinar tu negatividad... esos pensamientos negros a los que te tiene acostumbrado el cerebro y que son un obstáculo para tu talento creativo.

Es un comentario amistoso por parte de Hedy a su amigo, pero la realidad es que es bastante más am­biciosa de lo que muestra. Solo se sentirá realizada si terminan el proyecto satisfactoriamente y logran venderlo con éxito. Sin embargo, aunque ha sido ella la impulsora, está dispuesta desde el primer momen­to a compartir la autoría de la patente con su amigo. Hedy, la estrella de Hollywood, la gran diva, posee también las características que suelen acompañar la personalidad del científico, es decir, valorar por enci­ma de todo que sus descubrimientos lleguen a buen término y sirvan de algo. Quién vaya luego a llevarse los laureles es un aspecto secundario.

Los pocos años de ventaja que le lleva Hedy a Geor­ge han hecho que se exprese en ocasiones con él como una hermana mayor. Pero la realidad es que también ella ha pasado por momentos emocionales muy difíciles. Sus anhelos de niña, asfixiados por un ambiente familiar demasiado represivo, le hicieron volar del nido antes de hora para acabar en las garras de Mandl, cuando empezó su huida hacia delante que aún no parece haber acabado. Enfrenta el futuro sin presentimientos tenebrosos o miedos, porque posee esa interesante mezcla de intelectualidad e inventiva, la pro­pia de todo gran creador. Es la científica y es la actriz. George la ha comprendido desde el primer día y ahora expresa con palabras esa visión que tiene de ella:

–Creo que hoy ha desempeñado un papel muy im­portante esa extraña fusión mental tan tuya: la facili­dad para racionalizar junto con una imaginación exuberante.

Ella se ríe. Está muy contenta con los avances del día. Ambos están dando forma a la técnica de conmu­tación de frecuencias, basándose en el funcionamien­to de los rollos de pianola. Si logran acabar con éxito el proyecto, de lo cual ambos están ya muy seguros, saben que se tratará de un descubrimiento significati­vo para la ciencia. ¡Qué curioso que lo que empezara como un plan de ella para resarcirse, para compensar el malestar que le causaban los negocios de su primer marido haya sido el detonante de su actual invento! Era inevitable, de todos modos, que llegara a odiar a Mandl, a sus fábricas de armamento y a sus principa­les clientes, los nazis. Ella es judía. ¡Y qué curioso también que el origen del invento haya sido un sim­ple rollo de pianola utilizado por otro artista para composiciones de música moderna!

Esta tarde ha sido capaz, con la ayuda de George, de calcular todas las variantes que permiten las 88 frecuencias correspondientes al número de teclas de la pianola. ¿Producto de la casualidad? Eso podría parecer, si detrás del descubrimiento no hubiera dos personas como ellos. Ambos han dejado de lado los afanes de protagonismo y los arranques narcisistas que podrían haber surgido de un proyecto tan ambi­cioso. Son dos cerebros que han conseguido aunar fuerzas y trabajar conjuntamente, y están ahora a pun­to de alcanzar su objetivo. Ese día marcará sus vidas porque por fin se está consolidando el invento. Faltan más cálculos, faltan varios detalles por resolver, pero el problema principal se está solucionando satisfacto­riamente.

Cuando George se va a su casa es ya de madruga­da. Hedy se prepara el último café del día y sale al jardín para disfrutar de lo que queda de oscuridad y, ¿por qué no?, de la salida del sol. De todos modos no va a poder dormir hoy; no piensa acostarse. Ha sido una jornada extenuante, pero inefable, y ahora nece­sita redondearla con unas horas de calma a solas. Siente que ha cumplido con otro objetivo de esos con los que va retándose a medida que pasan los años.

¿Se perfila en su interior la sensación de haber com­pletado un ciclo? Tal vez no del todo... aunque es sin duda una sensación nueva, no necesariamente cómoda, pero nueva: el destino la ha conducido hasta algo definitivo, a partir de lo cual, sin embargo, sigue sin vislumbrar para sí misma un futuro claro.

Visualiza con los ojos cerrados y una desacostum­brada nitidez el paso vertiginoso de los últimos años, de sus congojas y afanes profesionales, sus pasiones, sus viajes, su hijo... Es obvio que ha aprobado con so­bresaliente esa adaptación a la vida americana, y lo es, paradójicamente, porque no se ha conformado con integrarse sino que ha reservado para sí misma una parcela de sus ideales de adolescente. Permane­ce, no obstante, en su interior aquella antigua esqui­zofrenia de las dos imágenes de sí misma: la dibujada por la subjetividad de los otros, de diva bellísima que puede conseguir lo que quiera – siempre que se pliegue a las reglas del juego–, junto con la de la perseguidora de libertades pugnando aún por reafirmarse. ¿Quizá su libertad reside precisamente en una dedicación más completa a la ciencia y la investigación? De mo­mento ha sido capaz de entreverar ambas facetas, de conjuntarlas. Y si puede continuar así indefinida­mente... Porque, ¿qué sería de su vida con la ausencia de aplausos y de esos afectos, más o menos sinceros, que recibe como estrella de cine? ¿Con la obsesión de construirse un mundo a partir de unos fundamentos nuevos, desconocidos? No... ahora lo tiene todo y tie­ne que ser capaz de valorarlo y conservarlo. Le falta, eso sí, el amor de una pareja que la satisfaga pero, tras dos fracasos matrimoniales, empieza a pensar que quizá esto no lo obtenga nunca. A veces se sincera consigo misma y se dice que, de hecho, no lo necesita. Sus sacudidas sentimentales suelen encaminarla ha­cia otros derroteros e incluso, en ocasiones, le origi­nan precisamente un nuevo disgusto de pareja, como así ha ocurrido con su reciente separación de Gene.

Pero esa y cada una de las anteriores conmocio­nes le han ido dejando un residuo que, al igual que ahora el poso de su café, va tomando forma y perfi­lándose como una esperanza de liberación.

Si tratas con una persona poderosa, peligra lo que sea que esté en juego entre ella y tú. Hablo del poder en todas sus acepciones: la inteligencia, el dinero, la belleza y la política. La austríaca Hedwig Eva Maria Kiesler tuvo inteligencia y belleza, lo que le permitió escoger entre estos dos dones para triunfar en la vida. Eligió la belleza. No se equivocaba: el cine reconoció como la mujer más bella del mundo a Hedy Lamarr, su seudónimo como actriz. Tampoco se hubiera equi­vocado de haber apostado por su inteligencia, de la que dio sobradas muestras, ya que en sus ratos libres se dedicó a inventar – entre otras cosas– la primera versión del espectro expandido, que sería el precursor de muchas de las tecnologías inalámbricas que utili­zamos hoy en día, incluyendo Bluetooth, GPS, redes de teléfonos móviles y más. Esta segunda posibilidad quizá, a largo plazo, le habría proporcionado una es­tabilidad interior que jamás alcanzó. Pero el cine era tan tentador...

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Hedy Lamarr y Víctor Mature como 'Sansón y Dalila', dirigida por Cecil B. De Mille.

Hedy nació en Viena el 9 de noviembre de 1914. Hija única del ucraniano Emil Kiesler, director de banco, y de la pianista húngara Gertrud Lichtwitz, perteneciente a una familia de la alta sociedad judía, quien dejó su carrera al contraer matrimonio. Ella y Emil eran judíos laicos, y como tal fue educada su hija, considerada en el colegio como una niña super­dotada. Una inteligencia que su padre alentó con cla­ses particulares, la enseñanza de cuatro idiomas y nu­merosos viajes, lo que hizo de Hedy una muchacha brillante y distinguida. A lo largo de tres lustros, la familia vivió entre la más importante burguesía, has­ta que la crisis económica desencadenada en Estados Unidos llegó a Europa en 1929. Los países más afec­tados fueron Alemania y Austria, puesto que depen­dían financieramente de aquel. En Austria, el 11 de mayo de 1931 el banco Kredit Anstall (el más impor­tante de Austria-Hungría), fundado por la familia Rothschild con el 70% de capital privado, se declaró en bancarrota. El presidente de Estados Unidos, Her­bert Hoover, revalidó una moratoria, pero no evitó el cierre de los bancos arrastrados por la crisis de la Gran Depresión.

Es fácil imaginar que la familia Kiesler pasaba por un momento difícil. Hedy empezaba a estudiar Ingeniería, tenía dieciséis años y ya era muy, muy be­lla. A través de un amigo de la familia, se presentó en los estudios de cine Sascha-Filmindustrie AG, los más importantes productores de cine mudo. En 1930 y 1931, el director Georg Jacoby la contrató para dos películas: Dinero en el camino y Tempestad en un vaso de agua. Asimismo Jacoby le dio trabajo como asis­tente a fin de mantenerla en los estudios, donde no tardó en descubrirla Max Reinhardt (1873-1943), productor y director de cine y teatro, impulsor del ex­presionismo en ambas disciplinas. Reinhardt tam­bién quedó fascinado por la belleza de Hedy a la que propuso formarse en su escuela de teatro en Berlín. En ese momento, ella dejó los estudios y rodó las películas Las aventuras del señor O.F. (1931) del director ruso Alexis Granowsky, No necesitamos dinero (1932) de Carl Boese, e interpretó a uno de los cuatro prota­gonistas en la obra de teatro Vidas privadas del dra­maturgo británico Nöel Coward. Hedy recibió exce­lentes críticas por su trabajo, fuera en cine o en teatro. Los directores se la disputaban, tanto por su belleza como por su prometedor talento. Los hombres, en ge­neral, la querían sexualmente; siendo adolescente ya había sufrido varios acosos e intentos de violación. Uno, consumado: el novio de una amiga la cual quiso contemplar el espectáculo. Pese a que Hedy tuvo una vida sexual muy activa, nunca acabó de aceptar que los hombres solo se fijaran en su cuerpo e ignoraran su inteligencia.

En el año 1933 estrenó la película Éxtasis, del di­rector checo Gustav Machatý, en la que aparece des­nuda cruzando un bosque y corriendo hacia un lago donde se sumerge. Al salir conoce a un joven del cual se enamora, interpretado por Aribert Mog. En esa es­cena, Hedy protagonizó el primer orgasmo del cine comercial. La película fue duramente censurada por Pio XII, pero Machatý recibió el premio al mejor di­rector en el Festival de Venecia (1934) y Éxtasis fue nombrada candidata a la Copa Mussolini como me­jor película. Escándalo y éxito, dos conceptos que acompañaron y pesaron sobre Hedy a lo largo de toda su vida. Tras ese escandaloso estreno, interpretó en el teatro Elisabeth de Austria que fue celebrada por críti­ca y público.

También 1933 fue el año en que contrajo matri­monio con Friedrich Mandl, presidente de Hirtenber­ger Patronenfabrik Industries, una siderurgia que fa­bricaba municiones de guerra. Para Mandl, que la conquistó – a ella y a sus padres– con toneladas de oro, diamantes y piedras preciosas, Hedy era un pre­cioso trofeo, algo suyo: una propiedad. El estreno de Éxtasis, en el que padres y marido se sulfuraron, su­puso el principio de un régimen de total control de Mandl sobre su joven esposa. Él intentó comprar to­das las copias de Éxtasis, pero solo consiguió algunas.

Tras una opulenta boda celebrada el 10 de agosto de 1933, Hedy pasó dos años no únicamente aparta­da del cine sino además recluida en el castillo Schloss Schwarzenau, feudo de su marido en la Baja Austria. No podía salir sola, no podía bañarse ni desvestirse si no estaban él o su doncella. En esos años de confina­miento, Hedy reemprendió sus estudios de ingenie­ría. Para su marido siguió siendo un bello trofeo que exhibir en sus viajes de negocios así como en las fas­tuosas cenas que organizaba o compartía con milita­res, científicos y políticos. Las discusiones que man­tenían militares y científicos implicados en tecnología militar le sirvieron a ella para introducirse en el cam­po de la ciencia aplicada. Tomaba notas y empezó a vislumbrar lo que años más tarde fue el «espectro ex­pandido».

Los políticos, a destacar Hitler y Mussolini – antes de la anexión de Austria a Alemania en 1938–, mantu­vieron con Mandl, hijo de padre judío, una estrecha relación; y durante el matrimonio de Mandl con Hedy – judía por los cuatro costados– no solo se mostraron encantadores con su esposa sino que, en especial Hit­ler, la trató con extrema delicadeza (según palabras de la propia actriz que reconocía este hecho muy a su pesar pues siempre detestó al personaje). Durante el tiempo de reclusión que fue todo su matrimonio, Hedy, alejada del cine y del teatro, empezó a concebir sus primeros inventos. Pero harta de aquel confina­miento, decidió en determinado momento ponerle fin, para lo cual engatusó a su doncella que se avino a ayudarla a escapar.

Aprovechando un viaje de su marido, Hedy huyó en coche a París con todas sus joyas, perseguida por los guardaespaldas de aquel a los que consiguió des­pistar. Vendió sus joyas y de ahí se fue a Londres don­de embarcó en el transatlántico Normandía. Sabía que en él viajaba el productor y ejecutivo de la Metro-Goldwyn-Mayer Louis B. Mayer, a quien un tiempo antes había intentado convencer para que la contra­tara. Este le había hecho entonces una tibia oferta – Éxtasis no había sido de su agrado– que Hedy, muy segura de sí misma, rechazó. Pero durante la travesía a Nueva York tenía ante sí tiempo suficiente para cautivarlo. Lo hizo, y al desembarcar en Estados Uni­dos había firmado un formidable contrato por siete años. Así empezó una muy exitosa carrera en Hollywood. También fue Louis B. Meyer quien le cambió el nombre, ya que hasta aquel momento había utiliza­do el de soltera, Hedwig de Kiesler.

La dama de los trópicos (1939), Esta mujer es mía (1940), Fruto dorado (1940), Camarada X (1940), No puedo vivir sin ti (1941), Las chicas de Ziegfeld (1941), Cenizas de amor (1941), La vida es así (1942)... Hedy triunfaba pero se aburría. No le gustaban las fiestas, la vida social, la bebida... Hubiera preferido una con­versación inteligente y que, por un rato, se olvidaran de su belleza. Hasta que en 1940, en una cena, cono­ció al pianista y compositor americano George Antheil que había causado furor en París con su obra Ballet mecánico, estrenada en junio de 1926 en el tea­tro de los Campos Elíseos y por la ópera Transatlánti­co, estrenada en Frankfurt en 1930. El estallido de la Segunda Guerra Mundial hizo que Antheil regresara a Estados Unidos donde, para ganarse la vida, aceptó trabajos como corresponsal de guerra, periodista y compositor de obras menores para cine y teatro. Era un tipo brillante, polifacético e inventor como Hedy quien – horrorizada con la ocupación nazi– deseaba cooperar como fuera contra el ejército alemán. Antheil pronto se involucró con ella en el diseño del espectro expandido.

En su casa de Hollywood, Hedy había instalado su estudio con una mesa de redacción y las herramien­tas básicas con las que construir maquetas. La meta era poder construir un aparato que emitiera en distin­tas frecuencias – una en cada intervalo de tiempo– y, según la secuencia, que esta pudiera cambiar en cada ocasión. Lo que ahora se llama salto de frecuencia. Pero ¿cómo conseguirlo? Antheil y Hedy dieron con un dispositivo inspirado en los rollos perforados de las pianolas y en las cacofonías de algunos ensayos musicales de George: así como los cilindros perfora­dos de las dieciséis pianolas se sincronizaban en la obra Ballet mecánico, ambos delinearon su sistema de forma que se pudiera utilizar las 88 frecuencias que contenían idéntico número de claves existentes en las pianolas. De sus inteligencias complementarias nació en 1940 el espectro expandido, protegido bajo la pa­tente 2.292.387 en 1942. Hedy y George deseaban fer­vientemente que la armada de Estados Unidos utili­zara su invento, pero esta – por el momento– se mostró reacia y lo archivó. En octubre, The New York Times se hizo eco del descubrimiento y su importancia, pero la Administración no la puso en práctica aduciendo problemas tecnológicos irresolubles.

En 1957, la empresa estadounidense Silvania Electronics Systems Division – cuyos ingenieros reco­nocieron unánimemente la propiedad intelectual a Lamarr-Antheil– utilizaron emisoras para desarrollar la técnica del espectro, y en 1962 el concepto fue adoptado por el Gobierno de Estados Unidos para las comunicaciones militares. Hedy Lamarr y los descen­dientes de George Antheil (1900-1959) nunca gana­ron dinero por su invento ya que la patente había ca­ducado tres años antes.

Pero no fue una cuestión de dinero lo que apesadumbró a Hedy, sino que no admitieran la valía del descubrimiento en un momento crucial como fue la Segunda Guerra Mundial. Entre otros inventos de menor importancia también ideó un semáforo para el tráfico, una tableta para bebidas efervescen­tes... Y prosiguió con su carrera como actriz: Encruci­jada (1942), Noche en el alma (1944), La extraña mujer (1946), Pasión que redime (1947), Vivamos un poco (1948), Sansón y Dalila (1949) – la película más taqui­llera de aquel año–, El desfiladero del cobre (1950), Mi espía favorita (1951), La manzana de la discordia (1954)... Una treintena de títulos en los que el público se rendía ante su belleza, pese a que no descollara especialmente en sus interpretaciones. Entre otras consideraciones porque, pese a que trabajó junto a actores de la talla de Charles Boyer, Robert Taylor, Spencer Tracy, James Stewart, Bob Hope o Clark Ga­ble no escogió los mejores papeles, y sin embargo desechó películas tan emblemáticas como Casablan­ca o Luz de gas.

A partir de 1958, se alejó de las cámaras. Todavía era muy hermosa aunque sobrepasaba la cuarentena. Tampoco le faltaba dinero, pero fue detenida en dos ocasiones por robar minucias en una tienda. La pri­mera vez, en unos grandes almacenes de Los Ángeles en 1966. Tras ser apresada, se llegó a un acuerdo y se retiraron los cargos. La actriz se sentía abatida, el tiempo pasaba inexorable sobre su belleza y Zsa Zsa Gabor había sido la actriz escogida para un papel con el que Hedy aspiraba volver al cine.

En 1966 salió a la venta su autobiografía, Ecstasy and me, escrita en colaboración con Leo Guilde y Cy Rice. Hedy puso luego una demanda a la editorial Fawcett Publications aduciendo que el contenido no se correspondía a la verdad y que además era vulgar, falso, ofensivo, difamatorio, escandaloso y obsceno. A día de hoy, todavía se puede adquirir en Estados Unidos sin ninguna dificultad.

A partir de 1970, Hedy empezó a aislarse, mos­trando poco interés por algunas ofertas en el cine, te­levisión y publicidad. Recurrió a la cirugía estética para rejuvenecer. Las fotos de la actriz tras varias operaciones dan muestra de que lo único que consi­guió es tener otro rostro – irreconocible– pero con la misma edad real.

Los pequeños hurtos se repitieron en 1991 en Flo­rida. En esta ocasión la sorprendieron sustrayendo un laxante y gotas para los ojos en una farmacia. Nue­vo acuerdo, promesa de no quebrantar la ley y retiro de la denuncia. El monto de este último robo ascen­día a 21,48 dólares, lo que indica un estado emocio­nal cuando menos alterado por parte de Hedy. Por entonces apenas se relacionaba con nadie. Solo ha­blaba horas y horas por teléfono. Y salía poco, entre otras razones porque – aquejada de cataratas– tenía muchos problemas de visión.

Maridos y amantes habían desaparecido. Prácti­camente a todos los apartó ella misma de su vida. Es suya la frase «antes de los treinta años ningún hom­bre me interesa porque no tengo tiempo ni ganas de enseñarles lo que deberían saber». Como ella misma se declaraba hipersexual, sus amantes fueron incon­tables: entre otros, Charles Boyer, James Stewart, Spencer Tracy, Robert Taylor, Stewart Granger, Jean-Pierre Aumont, Sam Spiegel, Robert Capa, Da­vid Niven, Marlon Brando, Orson Welles, Charles Chaplin, Billy Wilder, Otto Preminger... Y se casó seis veces: tras el divorcio de Mandl, con el guionista y productor Gene Markey (1939-1941) con quien adop­tó a un hijo, James. El siguiente marido, el actor John Loder (1943-1947) adoptó a James y fue el padre de sus dos hijos biológicos, Denise y Anthony. Tras di­vorciarse de él se casó con el propietario de un res­taurante y night-club, Teddy Stauffer (1951-1952), luego con el petrolero W. Howard Lee (1953-1960) y finalmente con el abogado Lewis J. Boies (1963-1965). No se puede negar que le gustaba casarse, aun­que pronto se cansaba de la estabilidad que le aporta­ba el matrimonio.

Hedy Lamarr murió en Florida el 19 de enero de 2000. Su hijo Anthony – acatando sus deseos– llevó sus cenizas a Austria y las esparció en un bosque de Viena, ciudad en la que hay una tumba simbólica en su honor. Por su contribución a la industria cinema­tográfica, Hedy Lamarr tiene una estrella en el famo­so Paseo de la Fama de Hollywood Boulevard.

En 1997, Hedy Lamarr y George Antheil, en reco­nocimiento por su invento, recibieron el premio Fun­dación Electronic Frontier Pioneer. «Ya era hora», fue el único comentario de Hedy. El mismo año reci­bió el galardón más importante, el Bulbie Gnass Spi­rit of Achievement, y en octubre de 1998, en Viena, la medalla Viktor Kaplan concedida por la Asociación Austríaca de Inventores y Titulares de Patente. El Día Internacional del Inventor se celebra en la mayoría de países el 9 de noviembre, fecha de su nacimiento. Sin ella tal vez el mundo no estaría ahora globalmen­te conectado.

La pasión de ser mujer. Eugenia Tusquets y Susana Frouchtman. Editorial Circe, 2015. 352 páginas. 19 euros

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