Metabolismo
He sido un espectador privilegiado por mi oficio. He conocido a directivos cuando lo eran con poder y sin él, y su forma de relacionarse con el mundo
La escena ocurrió hace unos días, cuando un superior creyó necesario reconvenir al empleado delante de más gente. Fue por algo que podía habérselo dicho en privado, sin tanta ostentación, pero a veces hay que sacrificarse por el espectáculo. Lo peor del momento no fue la sonrisa de complicidad con los clientes, muy de “con estos bueyes tenemos que arar”, sino que el empleado, al que yo conocía, me contó después que su jefe lo era desde hacía dos semanas; antes compartían planta.
No me sorprendió la prepotencia, los malos modos ni la necesidad de exhibir una posición de superioridad ante terceros. Forman parte de un mapa conocido de miserias personales que hasta pueden comprenderse cuando uno se olvida de lo que fue hace 20 años. Pero en 15 días supone un récord: la metabolización del éxito, hasta el más mediocre de los éxitos, funciona cada vez con más garantías. En dos semanas aquel chico, y cientos de miles de chicos como él, digieren de tal forma un estatus que les impide sospechar que hay marcha atrás.
He sido un espectador privilegiado por mi oficio. He conocido a directivos cuando lo eran con poder y sin él, y su forma de relacionarse con el mundo. Conocí a los prepotentes que venían de serie, aun teniendo dos duros, y al cabo de los años seguían en sus trece cuando la vida les sonreía: les respetaré siempre más que a los taimados que aguardaron su momento para ir expulsando, como pus, el escrúpulo que guardaban dentro.
Y si algo me sorprende de este tipo de gente es que crean, a veces incluso después de dos semanas, que ya no hay vuelta atrás, obviando el viejo consejo de que se saluda siempre al subir la escalera para que te saluden cuando la bajes. Hay una actitud como de poner todas las fichas sobre el mismo número sin concebir que se acabe la suerte, el talento o el dinero, y se actúa en consecuencia. Como el tipo que decide mostrarse al mundo al tener la garantía de que va a morir, pero al revés: creyendo que va a vivir eternamente.
Eso se debe no tanto a la impunidad como a un aspecto temerario que impresiona, y que cada vez está más en auge. De ahí la dificultad que se detecta cuando algunos tienen que dejar el cargo, ya sea en lo privado o en lo público, y la necesidad de que se les desvíe fuera de la circulación para no regresar a la charca de donde vinieron y donde se les espera. Ese temor es respetable. Porque entonces no hay humillación en que se les trate del mismo modo, sino, con un resentimiento muy fino, en que se les trate como ellos debieron haberlo hecho.
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