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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cambie su cine de barrio por un supermercado

La visión de este Estado es así de rastrera: cambiemos salas por hípers, pantallas por trapos de ínfima calidad y charlas amigables por alborotos en rebajas

Jesús Mota

Sostenía Azorín que los Ayuntamientos son arboricidas; existen para talar árboles y cambiar tierra por asfalto. Martínez Ruiz hubiera tenido que cambiar hoy su diagnóstico: los Ayuntamientos existen para talar árboles y para cerrar cines. Madrid —como otras capitales— cierra salas de exhibición cinematográfica a velocidad de vértigo. Las estadísticas dicen que en la comunidad madrileña había 123 cines en 2003; en 2014 quedan 72. Un castizo diría que sale a cierre de una sala por cada pleno municipal. Ahora les ha tocado a los cines Roxy (el A y el B, como en las demostraciones matemáticas y en los silogismos). Ahora Madrid y el PP votaron cambiar el uso recreativo del local por otro comercial. El propósito no puede ser más pedestre: allí pondrán otro supermercado.

Los señores de Ahora Madrid y PP siguen la nefasta iniciativa (otra más) de Ruiz-Gallardón cuando cambió en 2005 el Plan General de Ordenación Urbana que protegía el destino cultural de los edificios con cines en sus plantas. No bastaba con dejar una deuda de 7.000 millones a los madrileños; había que incentivar remodelaciones urbanas especulativas para destruir la escasa pulsión cultural de la ciudad. La visión de este Estado (los municipios también son Estado) es así de rastrera: cambiemos cines por supermercados, pantallas por trapos de ínfima calidad y charlas amigables por alborotos en rebajas. Las consecuencias no importan; ni siquiera se calculan. Había muchos cines, dicen los aguafiestas (siete en la calle de Fuencarral; ahora quedarán dos); bien, pues ahora habrá demasiados supermercados. Adoremos las ventajas de la planificación por exceso.

Sepan los señores de Ahora Madrid y PP que las películas hay que verlas en los cines; no en la televisión o en las máquinas adictivas de juegos, sino en una pantalla blanca, enorme, en comunión siquiera lejana con el resto de los espectadores. No sirve el argumento “el cine se muere”; es posible, pero su obligación es precisamente evitar que desaparezca. Si buscan un folclore que proteger, el cine lo es, y de materia más noble que los toros. En las salas, a oscuras, se comparten sueños y admiraciones, enteramente inocentes (salvo en la fila de los mancos, donde cuaja un grado moderado de depravación).

Los fantasmas de los cines Roxy, Azul, Rex, Pompeya, Gran Vía y de tantos otros de épocas pretéritas, como los de programa doble en los barrios, atormentarán algún día a los constructores de barrios llenos de supermercados y telas de baja estofa. Niegan la reflexión y la calma organizada a cambio de atraer turistas en estado de aluvión. Allá por la República, en el cine Carretas (otra víctima del progreso inmobiliario) pasaban un noticiario didáctico del Gobierno para prevenir las enfermedades venéreas. Los espectadores asistían sobrecogidos al despliegue de imágenes con pústulas, inflamaciones y secreciones purulentas causadas por la sífilis o la blenorragia. En ese silencio aterrado, una voz desgarradora gritó: “¡Estáis matando la afición!”. Pues sí, con el IVA, la incapacidad para crear una industria y la política de cambiar cines por supermercados, están matando la afición.

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