De la cazadora de ante al pantalón pitillo
La historia de la moda española refleja los cambios sociales y económicos de un país que pasó de cogerle los puntos a las medias a la fiebre consumista 'low cost'
La historia de la moda española durante los últimos 40 años refleja, acompaña y, a veces, incluso adelanta los cambios de una sociedad que pasó de cogerle los puntos a las medias a llenar las bolsas sabiendo que va a devolver la mitad de lo comprado. Pero además de plasmar nuestra evolución estética —del pantalón de campana al pitillo—, la industria textil ha funcionado como un fiel termómetro de la realidad económica del país.
1974 se estrenó con un impuesto sobre los productos de lujo que, por un lado, firmaría la sentencia de muerte de grandes casas de costura española y, por otro, obligaría a las más visionarias —Loewe, Pertegaz, Elio Berhanyer— a abrazar el prêt-à-porter y sentar así las bases sobre las que se asentaría el boom creativo de de los ochenta.
El hambre de libertad y experimentación que se apoderó de España con la llegada de la democracia trascendió a la moda. La ropa pasó a ser un elemento de reivindicación y expresión. La semiótica textil era tosca pero efectiva: la cazadora de pana de los progres, las tachuelas de los punks, las blusas de seda sin sujetador de las burgesas...
La reacción al discreto recato de décadas anteriores fue la ausencia de límites. Sybilla, Manuel Piña, Ágatha Ruiz de la Prada o Francis Montesinos jugaron a transgredir todas las normas. Si los libros de urbanismo y buenas maneras definían el atuendo decente como "sencillo y limpio", ellos hicieron de la exageración su bandera. Quizá el acontecimiento que mejor define la emoción que rodeaba a la moda durante esos años fue el delirante desfile que Montesinos organizó en la madrileña plaza de las ventas antes más de 12.000 espectadores. Modelos masculinos y femeninos pintados como puertas daban la vuelta al ruedo en carruajes. Las moda era una fiesta y la ropa, a veces, solo la excusa necesaria.
Corría 1985 y Alaska ya se había hecho un hueco en las televisiones patrias presentando La bola de Cristal. Su estética entre gótica y glam fue copiada y adaptada por una generación de adolescentes sedientos de nuevos códigos que les permitiesen diferenciarse realmente de todo que había existido antes. Ese mismo año, Zara, la cadena de tiendas creada por el gallego Amancio Ortega, entraba en lo que hoy conocemos como moda rápida. Aunque aún faltaba casi una década para que revolucionase la forma en la que los españoles vestimos.
Los noventa llegaron con unos juegos olímpicos y una exposición universal debajo del brazo y en la moda también se dejó sentir el pelotazo. La madrileña pasarela Cibeles era testigo de una época de bonanza donde, como en la propia calle, todo parecía posible. En 1992, Claudia Schiffer, Linda Evangelista y Naomi Campbell desfilban para Loewe. Ese mismo año, los sevillanos Victorio&Lucchino contrababan a la segunda para protagonizar un anuncio dirigido por Roman Polanski, y pagan a la tercera dos millones de pesetas para que participara en su presentación. En 1993 Javier Larrainzar contaba con Kate Moss para cerrar su desfile. Lujos hoy impensables.
Corría el dinero y la creatividad. Pero la resaca terminó llegando. También las marcas internacionales, especialmente las de lujo. Aunque el fenómeno más relevante que vivió la moda española finales de los noventa y principios del nuevo milenio fue la eclosión de Zara. La cadena de tiendas de Amancio Ortega cambió la forma en la que los españoles vestimos para siempre: pasamos a tener acceso a las tendencias y al diseño (aunque fuese versionado) a un precio asequible y la calidad de las prendas, en un principio escueta, fue mejorando al tiempo que el imperio de Arteixo crecía y sus mastodónticos pedidos les permitían fijar precios sin competencia. Las modistas de barrio, esas que copiaban los patrones de los grandes modistas internacionales o de revistas como la mítica Burda, fueron desapareciendo. La costura a media se apagaba, antes de encontrar un último (y rentable) nicho de mercado: las bodas, bautizos y comuniones.
Una nueva y esperanzadora hornada de diseñadores abanderó las primeros intentos serios de internacionalización a finales de la primera década del 2000. Juanjo Oliva, Carmen March, Juan Duyos y Davidelfin llegarón a presentar sus propuestas en Nueva York; y Amaya Arzuaga y Josep Font lo hicieron de forma más constante en París. Pero con la llegada de la crisis y el fin de las subvenciones las ambiciones colonizadoras se vinieron abajo.
La moda se convirtió en un sector bipolar. Por lado se encuentran los diseñadores, que, salvo honrosas excepciones que siguen produciendo colecciones pret a porter, sobreviven gracias a la costuraa media y a las licencias -desde cargadores de móviles a vajillas-. Por otro, las grandes empresas productoras como Zara, Mango o Pronovias (que junto a Rosa Clará, lidera el mercado nupcial internacional),han vuelto a situar a España en un lugar destacado del mapa de la moda, aunque en una categoría distinta a la que en su día ocupó Balenciaga. Somos los reyes del 'low cost' y la distribución.
Pero la necesaria sinergia entre industria y diseñadores, esa sobre la que se asientan industrias tan rentables como la francesa o la italiana, todavía es demasiado poco común en España. Resiste, casi como única muestra de este tipo de colaboración, Delpozo. La marca propiedad de la compañía Perfumes & Diseño, que, con Josep Font, como director creativo presenta sus colecciones en Nueva York desde 2013.
Mientras, firmas jóvenes y sin casi sin infraestructura, como María Ke Fisherman, María Escoté o Maya Hansen han encontrado en las redes sociales una forma eficaz de vender y darse a concer fuera de nuestras fronteras. Instagram como nuevo inquilino del costurero.
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