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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El desdén de los que ya saben qué vas a decir

El indecoroso ánimo de no escuchar está empobreciendo la conversación española hasta límites indecibles

Juan Cruz

Es corriente ver en las tertulias políticas televisadas que los realizadores buscan caras de los que escuchan. Lo hacen porque en esas muecas hay una mina: no hay nada mejor que una cara atribulada, enfadada o burlona, así que la cámara se fija en tales rostros como si en los gestos estuviera el imán de las audiencias. La cara es el espejo del alma, y es posible que ahí al menos la espectacularidad televisiva encuentre el alma que no está en las palabras.

Es interesante fijarse en esas caras, pues suelen ser tan expresivas como las de los que en ese preciso momento están hablando. El tertuliano ha ido fabricando poco a poco un rostro peculiar, que es tan solo de tertuliano, como si ese disfraz se adquiriera en las tiendas o en las farmacias. Se trata de irle diciendo al que habla (o al telespectador) lo que piensa decirle después, y lo hace aún antes de que emita una sola palabra.

Esos gestos de desdén por lo que está diciendo el otro ocurren también en el Parlamento, donde parece que los políticos han de hacer explícitos sus desacuerdos con las caras aun antes de que lleguen a emitir sonido alguno. Por supuesto, pasa también con la prensa, y pasa en las conversaciones cotidianas. Los que consideran que la libertad de expresión, como aquellos disfraces de las caras de los tertulianos, se venden en farmacias o en quioscos, saben lo que dice un artículo o una información aun antes de leerlos: ya saben que va a haber desacuerdo.

Este indecoroso ánimo de no escuchar está empobreciendo la conversación española hasta límites indecibles. Es costumbre, ahora acentuada por el predominio gritón de las redes sociales y sus correspondientes contagios periodísticos, responder con los implacables 140 caracteres a aquel o a aquellos cuyas opiniones no están en consonancia con las nuestras, adivinando incluso lo que aún no se ha dicho. El otro día publicó aquí Lluís Bassets una excelente glosa sobre un libro que explica por qué en estos tiempos parece que resurge la posibilidad de un Hitler. Como se suele decir, la Red se incendió: sin siquiera haber leído los argumentos que extraía Bassets del libro glosado, le saltaron a su yugular y a la del periódico (este periódico) como si el buen Lluís se hubiera hecho profeta del nazismo que deploraba desde la cruz a la fecha.

Pasa lo mismo con respecto a políticos nuevos que han venido con la noble intención de darle brillo a la libertad de expresión, pero que arremeten contra el uso ajeno de esa herramienta civil en cuanto observan muecas que los desaprueban. Si todos nos escucháramos, si todos leyéramos para saber si estamos o no en desacuerdo, si oyéramos en silencio (y con las caras en silencio) es probable que este guirigay que hay montado baje los decibelios de un ruido que no va a ninguna parte.

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