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MIRADOR
Columna
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Refugiados

Los refugiados somos nosotros, los europeos, que nos parapetamos detrás de nuestras alambradas y de nuestros pasaportes

Julio Llamazares

Contra lo que la prensa dice, los refugiados no son esos hombres, mujeres y niños que llegan a Europa huyendo de la guerra y la barbarie, que se juegan la vida cruzando el mar en pateras o escondidos en camiones, que caminan durante días por las vías de los trenes en hileras, que saltan de noche las alambradas de las fronteras; los refugiados somos nosotros, los europeos, que nos parapetamos detrás de aquéllas y de nuestros pasaportes, nos protegemos con policías de los que llegan desde otro mundo, nos refugiamos, en fin, de los desesperados en nuestros privilegiados países como nuestros ricos hacen en esas urbanizaciones que rodean de vallas y de sistemas de protección para que nadie altere su felicidad. Nosotros somos los que nos refugiamos detrás de nuestros Gobiernos, pero, como no lo sabemos o no podemos reconocerlo, llamamos refugiados a los que vienen pidiendo ayuda como siempre hicieron los pobres y los desheredados de la fortuna en la historia.

14.931 personas, una cifra que representa solo el 0,02% del número de turistas que, según las previsiones, recibiremos este año en España con las puertas abiertas de par en par, han sido suficientes para que el Gobierno entre en contradicción y en pánico y la sociedad entera entable un agrio debate sobre la conveniencia o no de darles asilo en el que los argumentos muestran todas las miserias que somos capaces de atesorar las personas: que si muchos vienen sin necesidad de hacerlo, que si algunos lo hacen para prosperar económicamente, que si otros son terroristas... Tan solo la imagen de un niño ahogado que, al vestir exactamente igual que nuestros hijos y no como un pordiosero, nos hizo caer en la cuenta de que podía haber sido nuestro nos hizo despertar y pasar a la acción dejando nuestros refugios y nuestra confortable seguridad. ¿Por cuánto tiempo? Por el que dure en nuestras retinas la imagen del niño ahogado, me temo. Después volveremos a nuestras fronteras, a nuestras reticencias, a nuestras fortalezas defensivas semejantes a aquélla desde la que el teniente Drogo esperó con miedo toda su vida la invasión de los tártaros en la novela del italiano Dino Buzzati.

Esperando a los bárbaros tituló, por su parte, su más célebre poema el griego Kavafis (que inspiraría junto con aquélla la novela homónima de Coetzee), entre cuyos versos figuran éstos cuyo significado cobra todo su sentido hoy: “¿Qué esperamos congregados en el foro? / Es a los bárbaros, que hoy llegan / ¿Por qué esta inacción en el Senado / ¿Por qué están ahí sentados sin legislar los senadores? / Porque hoy llegarán los bárbaros / ¿Qué leyes van a hacer los senadores? / Ya legislarán cuando lleguen los bárbaros”.

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