Cosas que pasan cuando vas a un crucero con unos amigos de Alcorcón
Cruzamos el Polo Norte para ver paisajes. Y los vemos, pero también comemos corazón de reno y soñamos que somos el cachas bailarín
Al embarcarse en un crucero conviene tener en cuenta que se puede conocer a tanta gente que a ratos el mar es circunstancial. Entre los pasajeros los hay juerguistas y los hay tranquilos. También los hay expertos. La mayoría son reincidentes. Se mueven por los ascensores como pez en el agua. Repiten nombres de trasatlánticos como la alineación de su equipo de fútbol. Entre la tripulación hay artistas, camareros, animadores y parejas que se han terminado casando.
Nos subimos, pues, al crucero Sol de Medianoche, al que nos invitan en su primera travesía. Con precios a partir de los 1.100 euros, tiene lugar a bordo del Empress y transita durante siete días por los puertos noruegos de Bodo, Leknes, Tromso, Alta, Honningvag y Lekselv, y por la localidad rusa de Murmansk. Navega sobre el círculo polar ártico y sucede en esa época del año en que nunca es de noche. Si a las dos de la mañana se asoma al balcón del camarote y vislumbra a un hombre subido a una escalera arreglando el tejado de su cabaña, ese hombre es normal (y noruego). Está aprovechando la energía que le brinda el sol y que más tarde le robará el invierno. Trabaja porque no lo puede evitar. Se lo pide el cuerpo, igual que a usted la noche le pide mambo. Así que mejor vuelva a la discoteca o regrese a su cabina, póngase el antifaz, corra las cortinas y duerma porque los días son intensos y (perdón por el pleonasmo) largos.
Un chico cachas es acariciado por todas las bailarinas. El público femenino ríe y aplaude con el deseo contrariado. ¿Por qué no soy una de esas?, se pregunta mi vecina. ¿Por qué no soy ese?, me pregunto yo
“La única forma de felicidad es buscarla”, decía Jules Renard. Pues bien, cuando usted aparezca en el archipiélago de las Islas Lofoten sentirá que los dioses le han recompensado. Es muy difícil encontrar paisajes tan evocadores como los trazados por estas siluetas escarpadas entre aguas. Las leyes proteccionistas impiden la especulación. En Flakstag resulta complicado hallar a gente paseando. Sobra espacio por todos lados. No hay construcciones modernas. El mar y la nieve se rozan. La hierba y el cielo se confunden. Uno está aquí, pone el oído, levanta la vista, y por fin entiende que haya gente que se dedique a la escalada.
La rotunda belleza de estos fiordos impresiona. En Ramberg, playa de arena fina entre montañas, su razón sufrirá un cortocircuito, creerá que está en Bali y deseará bañarse. Estas cosas pasan. Por aquí hay más secaderos de bacalao que personas. El 90% se exporta y sigue siendo fuente de riqueza. Con el otro 10% se preparan manjares como los Torrfisk Snacks. En los alrededores de la playa de Skagsanden se revela un detalle a tener en cuenta: la barbacoa ha aportado mucha felicidad a Noruega. En días cálidos, el picnic es deber nacional. En cualquier supermercado se puede adquirir una barbacoa de usar y tirar. La familia Bleo nos enseña el funcionamiento y nos invita a probar una salchicha. Aunque duela escribirlo, las comidas favoritas de los noruegos son la pizza y el hot dog.
Las Islas Lofoten son tan sublimes que si uno vuelve al barco es, básicamente, por no perderlo. Son las ocho de la tarde y en la sexta planta, el señor Mauricio García juega a cartas con su grupo de amigos de Alcorcón (suroeste de Madrid): “En el barrio hay más tensión, porque nos jugamos la caña, que vale 1,50. Aquí es gratis”, dice con sonrisa maliciosa mirando la pulsera que le acredita como viajero con derecho a no pagar por, entre otras cosas, las cervezas. Llevan años viajando juntos y este es su cuarto crucero. Desde que se jubilaron se dedican a disfrutar. ¿Y las señoras? “Deben de estar en el bingo. Del barco no salen, no saben nadar”, añade otro en tono de broma.
En esta zona de Noruega, el sol permanece por encima del horizonte entre el 26 de mayo y el 17 de julio. Cuando el barco zarpa todavía es preciso protegerse los ojos. En la piscina de la terraza de este crucero operado por Pullmantur, cuatro amigas se atreven con el jacuzzi y disfrutan entre burbujas, mientras la nieve se derrite en las copas de las montañas. Marisa Cruz sostiene que no quiere fotos por miedo a salir fea. En un crucero, la elegancia es lo de más. Como aquí todo está en el lugar adecuado, nos vamos al teatro, a ver cómo se las gasta Daniela. El espectáculo Rock never die se inicia con Everybody needs somebody. En el escenario, los bailarines se contonean enérgicamente de un lado para otro; en el abarrotado patio de butacas, la facción del público de edad más avanzada observa inmóvil. Si esto no es una antítesis, ¿entonces qué? En cuanto suena Surfin’ USA, un chico cachas es acariciado por todas las bailarinas. El público femenino ríe y aplaude con el deseo contrariado. ¿Por qué no soy una de esas?, se pregunta mi vecina. ¿Por qué no soy ese?, me pregunto yo. Ay, tanto se nos ha quedado atrás. “El sentido de nuestra vida es su aventura en el tiempo”. escribió Claudio Magris para momentos como este.
Cosmopolita, universitaria y con importante presencia de la cultura Sami, Tromso es la ciudad más importante del norte de Noruega. Para obtener las mejores panorámicas es necesario subir a las montañas de enfrente: Floya y Kroken. Lo normal para un noruego sería hacerlo a pie, pero, ya que hay funicular, ¿por qué no aprovecharlo? Desde allí se aprecia la parte de Tromso continental y la isleña. Abajo, llama la atención la Catedral del Ártico, obra de Jan Inge Hovig. También Tromso tiene su playa, un completísimo Museo Polar y una cerveza imprescindible cuya fábrica se ubica en la misma localidad: Mack.
Y allí, sin sentir nada parecido a la culpa, comemos corazón de reno, carpaccio de ballena y doble ración de cangrejo real. Una vez restaurados, sí, salimos y, demonios, qué lindo y profundo es el horizonte
De camino al Cabo Norte habrá que detenerse en Alta y, sobre todo, en Honnisvag, entrañable pueblo de pescadores con humor: hay una playa de unos veinte metros a la que llaman Copacabana. La usan más los renos que las personas, pero en verano hay quien se baña porque dicen que este agua lo cura todo. Se ve que entras como hombre y sales como una niña. Por las dudas, me quedo en la furgo. Que se está estupendamente. En Skarsvag, el pueblo pesquero más alto del mundo, está Nathan, guapo holandés de Utrech, 26 años, cuyo sueño era ser pescador. Aprendió todas las artes pesqueras árticas y se instaló aquí, de donde no tiene intención de moverse. Con gran maña nos enseña a pescar el verdadero motivo de nuestra visita: ¡el cangrejo real más sabroso del mundo! Sólo las patas ya pesan 10 kilos.
En el Cabo Norte la gente se abalanza a escrutar el horizonte desde un famoso globo, erigido en 1977 y convertido en símbolo, pero nosotros no. ¿Por qué? Porque en el hall del centro de interpretación está el bar Aurora Borealis. Y allí, sin sentir nada parecido a la culpa, comemos corazón de reno, carpaccio de ballena y doble ración de cangrejo real. Una vez restaurados, sí, salimos y, demonios, qué lindo y profundo es el horizonte. Hasta llegar al Polo Norte aún quedan 2.000 kilómetros, pero ya lo sentimos llegar.
De vuelta al barco es conveniente pasar por el bar de la décima planta. Da igual a la hora que vayas. Hay quien se toma tan en serio el concepto buffet libre que come seis veces al día. Y luego cena. España y yo somos así. El buque zarpa de nuevo. Vuelven a lanzarse piropos al paisaje y más fotografías. Sí, se puede ser feliz y estar perdido al mismo tiempo. La desorientación no es incompatible con la belleza.
El Círculo Polar Ártico también toca a Rusia. Debido a una ley de cabotaje noruega es imprescindible salir del país antes de recibir nuevos pasajeros. El barco atraca en Murmansk, una experiencia vintage. ¿Qué hay en Murmansk? Hay una estatua enorme por un soldado desconocido. ¿Qué más? Hay gente. ¿Qué tipo de gente? Bueno, en las inmediaciones de la estatua conocimos a Dimitri, un joven al que le gustaba el footing y el boxeo y que, para poder hacer las dos cosas al mismo tiempo, ha inventado una cinta para la cabeza de la que sale una cuerda elástica que termina atada a una pelota de tenis. Mientras corre va golpeando a la pelota que irremediablemente vuelve a atacarle. Pues eso, en Murmansk hay este tipo de gente. Si Dimitri no es un visionario, yo no sé ya quién lo es.
Desde el puerto de Lakselv hasta Karasjok vemos el inmenso río Lakselva y algún que otro reno despistado. Si le gusta la pesca del salmón este es el lugar para hacerlo. Eso sí, cuesta 10.000 euros por semana, y solo podrá llevarse tres al día. En Karasjok se halla el parlamento Sami y un poblado donde comer buen Bidos (sopa de carne de reno) y exquisitas moras árticas. Pero seguramente le sorprenderá más Engholm Husky, una granja de huskies siberianos que a su vez alquila cabañas. Todo lo que se quede, será poco. Es toda una parábola de la vuelta a la naturaleza.
Después de acariciar a los huskies, ver esas cabañas de madera y tejado de hierba invita a pensar obscenidades. Deseará empeñar joyas y muebles y soñará con el euromillón, porque todo lo demás es metáfora. No hay mejor lugar para abrir la botella de champán que el primer día nos regalaron en el crucero y recordar lo que decía Napoleón: “No puedo vivir sin champán. Si venzo, me lo merezco. Si pierdo, lo necesito”. Y usted tranquilo, que hay wifi: podrá avisar de que no vuelve.
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