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Tribuna
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Un fraude constitucional

Lo correcto es que el Parlamento no apruebe antes de su disolución el presupuesto de 2016

 Parece bastante posible que el Gobierno presente el proyecto de Ley de Presupuestos para 2016 para que las Cortes Generales lo aprueben antes de su disolución. Esa decisión es un error político, pero también se trata de un fraude constitucional aunque Moncloa practica un continuo juego que sitúa al Gobierno constantemente al borde de la Constitución.

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La Constitución atribuye a las Cortes aprobar los presupuestos (artículo 66). La peculiaridad del presupuesto respecto a otras leyes es su temporalidad, la vigencia de un año del ciclo presupuestario, en lugar de una vigencia indeterminada como ocurre en las restantes leyes. La Constitución no establece cuándo se inicia el ejercicio presupuestario pero sí lo prevé la Ley General Presupuestaria que lo hace coincidir con el año natural. La Constitución obliga al Gobierno a presentar ante el Congreso el proyecto de ley al menos tres meses antes de la expiración del anterior, es decir, antes del 30 de septiembre.

Ahora bien, cuando la Constitución establece que las Cortes aprueban los presupuestos no sólo está atribuyendo esta función al órgano constitucional abstracto que es el Parlamento sino también al órgano constitucional concreto constituido en cada momento. Las Cortes tienen en cada legislatura la atribución de aprobar los presupuestos, es decir, tienen el derecho de aprobar cuatro presupuestos. Así, las Cortes que estén elegidas a finales de 2015 tienen el derecho de aprobar el presupuesto para 2016 y así los sucesivos hasta 2019, salvo disolución anticipada.

¿Por qué las Cortes de la legislatura que acaba a finales de 2015 no pueden aprobar los Presupuestos de 2016 y el Gobierno no tiene la facultad de enviar ese proyecto de ley a las Cortes? Porque dado el carácter anual del ciclo presupuestario, las Cortes que acaban a finales de 2015 no pueden imponer un presupuesto a las siguientes Cortes pues la composición de las Cámaras será, en mucho o en poco, distinta de las anteriores y el principio constitucional de mayoría exige que predomine la mayoría parlamentaria de cada momento, no la mayoría de la legislatura caducada. Es decir, las actuales Cortes no pueden reinar después de morir. Cuando se inicie 2016 habrá un Gobierno y un Parlamento distintos de los que había en 2015. Y es ese Gobierno (y no el anterior) el que tiene que presentar el proyecto de ley a unas nuevas Cortes. La facultad de fijar los derechos y obligaciones estatales no puede serle arrebatada a las Cortes por un Gobierno y un Parlamento caducados que seguramente expresan una composición política distinta. Por eso, para que las siguientes Cortes ejercitaran sus atribuciones, los Gobiernos de Calvo-Sotelo (1982), González (1989) y Rodríguez Zapatero (2011), al convocar elecciones en otoño, no presentaron el proyecto de ley ante unas Cortes que iban a disolverse. Fue una decisión constitucionalmente correcta a pesar de las críticas del actual Gobierno.

El Gobierno pretende aprobarlo para entrar ya en la campaña electoral y satisfacer a cada votante

Si las Cortes nuevas encontraran aprobado el presupuesto y quisieran reformarlo, dispondrían de pocos instrumentos para hacerlo: créditos extraordinarios y suplementos de crédito con efectos limitados o un decreto-ley que trastocaría todo el escenario presupuestario recién aprobado.

Aunque ya estamos acostumbrados a que el Gobierno se ponga en el límite de la Constitución, ¿qué pretende el Gobierno con esta aprobación? Por un lado, entrar ya en la campaña electoral: un presupuesto despilfarrador para satisfacer a cada votante. Pura publicidad. En segundo lugar, el Gobierno sabe que si gana las elecciones será sin mayoría absoluta y tendría que negociar un presupuesto a cara de perro con otros grupos parlamentarios. Para ello, lo mejor es dejarlo aprobado. Y si no vuelve a gobernar, deja una bomba con efectos retardados.

Por eso se quiere aprobar una Ley de Presupuestos en fraude de ley, persiguiendo un resultado prohibido por el ordenamiento (artículo 6.4 del Código Civil) que es arrebatar el ejercicio de una potestad constitucional al nuevo Gobierno y al nuevo Parlamento y obligar a ese Gobierno a aplicar, al menos las primeras semanas, una política económica que no tiene por qué ser la suya o, alternativamente, dictar un decreto-ley elaborado precipitadamente. Ningún Gobierno se ha resistido más que éste a reformar la Constitución y ahora se entiende por qué: cada vez que le interesa, dicta una norma que sortea la Constitución y así no necesita reformarla.

Javier García Fernández es catedrático de Derecho constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.

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