Herbert Von Karajan
Entrevista al director de la Orquesta Filarmónica de Berlín
Llego al aeropuerto de Zurich en una mañana pálida y fría; el minibus que me traslada desde el avión se desplaza por entre los hangares, donde están los jets privados, y delante de todos ellos, solitario, hay un pequeño birreactor, el Mystère 10. En la cabina del piloto se divisa el perfil de un rostro escondido bajo la larga visera de una gorra, y al traspasar la puerta, el mismo Herbert von Karajan, que ha venido a buscarme personalmente, vuelve la cabeza y me saluda.
Voy a pasar dos días en el chalé de Saint-Moritz del último monstruo sagrado de la música clásica, el hombre sobre cuyos hombros descansa la mayor responsabilidad orquestal de Europa, famoso en todo el planeta, recordman absoluto de venta de discos en todos los continentes, a cuya casa muy pocos periodistas han sido invitados desde hace dieciséis años. Se dice de él que es altivo e inalcanzable, pero, lejos de eso, es, por el contrario, un caballero ascético y atento.
La víspera oí su voz a través del hilo telefónico: "Aquí, Von Karajan. ¿Puede usted venir este fin de semana?", y quince horas más tarde sobrevuelo los Alpes suizos con el célebre director pilotando el avión. Con su mirada aguda, su concentración, las rápidas frases intercambiadas en alemán con su piloto, los gestos de sus manos sobre los mandos del aparato guardan una irresistible analogía con su forma de manejar la batuta al frente de su orquesta. Tras veinte minutos de vuelo llegamos a Saint-Moritz y el aterrizaje es digno de un profesional, no en vano el maestro vuela una media de 250 horas por año desde hace cinco años. "Y ello me proporciona un enorme placer", dice Von Karajan en un francés perfecto, parando los motores. Hemos llegado a su casa.
Todo el mundo sabe que el chalé se llama Helisara, casi el título de una ópera, y es la contracción de Herbert, Eliette, su esposa; Isabelle y Arabelle, sus dos hijas. Construido al abrigo de una pendiente, aún permanece en la entrada principal un ramo de muérdago, recuerdo de las pasadas Navidades, muy de estilo germánico con su lazo rojo; y detrás de la puerta descubrimos el universo que rodea la intimidad de Von Karajan: un mundo de madera esculpida, de iconos antiguos, de tapices, una réplica de la Dama del Unicornio, "regalo de mi amigo Van der Kemp", el antiguo conservador de Versalles. En los estantes de la inmensa biblioteca están las obras de Goethe, Nietzsche, Balzac... Desde una cristalera de enormes proporciones se domina el grandioso paisaje de las montañas.
Una hora después de haber aterrizado en Zurich estoy dándome un baño con el director de orquesta más ilustre en la actualidad, en la piscina situada en el ala izquierda de su casa. El maestro nada desnudo, con tan sólo un gorro de baño azul eléctrico y unas gafas. Por entre la puerta entreabierta de la piscina climatizada se ve la nieve.
Durante horas, Von Karajan va a hablar sobre lo que más le interesa: primero, su orquesta, y después, las incertidumbres de Occidente;
—Todo el mundo asegura que vivimos en una época de decadencia y yo no puedo impedir a la gente que piense así, pero es completamente falso.
Está sentado en el gran canapé de la biblioteca, donde la luz de la tarde juega con el oro de las lámparas, una estufa de cerámica, una Virgen medieval, una cabeza de caballo de mármol. En esta casa suntuosa se respira, sin embargo, recogimiento en cada uno de sus rincones.
—¿Es usted optimista, maestro?
—Sí, profundamente. No sólo porque tengo la suerte de dirigir una orquesta sin igual, sino porque hemos sacado la música clásica de sus capillas, hemos contribuido a la evolución del espíritu. A los veintiún años dirigía la pequeña orquesta de Ulm y vendía abonos de puerta en puerta; cincuenta años más tarde la música se ha convertido en el pan de cada día para millones de personas. ¿Qué ha sucedido en el entretiempo? Se ha producido una revolución tecnológica; los discos son cada vez más perfectos, existe la televisión y el cine (cuyas posibilidades apenas si se han comenzado a explotar), y al descubrir nuevos medios de comunicación hemos conseguido que nuestra música alcance dimensiones universales.
A sus 74 años, Von Karajan piensa:
Que ninguna fatalidad puede destruir el mundo.
Que la técnica y la industria masiva ofrecen a la cultura un potencial de conquista sin precedente histórico.
Que esta conquista tiene como ley primordial el superesfuerzo, la selección y la excelencia.
—¿Es usted elitista?
Sus ojos azul pálido se iluminan y una amplia sonrisa aparece en su rostro cuando me responde:
—¿Elitista? ¡Superelitista!
Y añade:
—Sólo lo mejor es aceptable. El mal que perturba nuestra sociedad es no exigir lo mejor posible. Desde mi primer contacto con la Orquesta Filarmónica de Berlín, en 1937, me dije: "Si deseo algo por encima de todas las cosas es esto. Este es mi universo". Desde su fundación, hace un siglo, la Filarmónica siempre ha estado dirigida por los mejores: Nikisch, Strauss y Furtwängler. Yo soy el cuarto. Otras orquestas han pasado por épocas malas y buenas, pero ésta, nunca.
Cuando Furtwängler murió, en 1954, la Filarmónica preparaba una gira por América y me llamaron para decirme que no tomarían el avión a menos que yo me pusiera al frente de la orquesta; yo les respondí que sí, siempre que fuera para toda la vida.
—¿Por principio?
—No, porque necesitaba toda una vida para llegar a donde yo quería: al punto en que a partir del cual las cosas se encarnarían en el momento en que yo las pensara, y llegar a ese punto implica un trabajo educativo de larga duración. Le pondré un ejemplo, con un coche de competición recorrer el circuito en cuatro minutos no plantea problemas, pero a partir de ahí se arriesga la vida cada segundo. Lo mismo ocurre en el arte: cada mejora es como traspasar un umbral gigantesco...
El esfuerzo, siempre el esfuerzo, encarnizado e infinito. Von Karajan es la figura del trabajador por excelencia, y al final del esfuerzo está el estilo, al que él se refiere como "un cierto estilo que impregna una orquesta y sobrevive a su director. El bien se transmite y las faltas también".
—¿Pero qué son las faltas para un Von Karajan?
—El producto de la pereza, de la debilidad a expensas del ritmo. Y el ritmo es una conquista permanente sobre la dejadez, una lucha para no dejarse llevar por la inercia. Para acceder, por el esfuerzo, a una segunda naturaleza más elevada. Puedo soportar una nota falsa, pero nunca un error de ritmo.
Se levanta y camina lentamente hacia la vidriera: al pie del chalé, al borde de los abetos cubiertos de nieve, tres ciervos sorprendidos por la luz de un reflector nos contemplan temblorosos. Von Karajan se vuelve y reemprende el hilo de la conversación:
—La desenvoltura de Furtwängler y la precisión de Toscanini unidas: esta es la idea a la que siempre he tendido. A mis alumnos les digo: "Una orquesta es como un barco, colocadlo en la posición apropiada y él hará el resto". También les digo: "Pensad en lo que el zen enseña del tiro al arco; no somos nosotros quienes efectuamos el tiro, sino que nos limitamos a colocar el arco en la posición adecuada".
—¿Se trata, pues, de una búsqueda espiritual?
—Se trata de una conquista de lo implícito, una andadura hacia la esencia de las obras. Al cabo de tiempo, si no se ha violentado nada, se, progresa hacia su verdad, se encuentra su ritmo natural. Es una ley de vida. Existe un ritmo profundo de la vida, de la tierra; un misterio del mundo con el que hay que hacer corresponder los propios esfuerzos. De lo contrario, lo que se obtiene no responderá a lo que se desea obtener. El director de orquesta se vería en la necesidad de cantar la música ante la imposibilidad de conseguir la intensidad que oye dentro de su cabeza. Una orquesta no es una masa que camine a fuerza de latigazos...
—¿Entonces es...?
—Un vuelo de pájaros salvajes.
—¿Perdón?
—Un vuelo de pájaros salvajes. La armonía indecible. Ciento veinte personas fundidas en una sola, en la gracia del instante.
—¿Jerarquía pura?
—No exactamente; antes que ser director musical yo soy como un padre, lo sé todo de ellos, sus enfermedades, sus divorcios... Hace falta mucho tiempo para llegar a una compenetración semejante con un grupo. Pero, después, los 120 tocan para el director, y es a causa de esa cosa irreemplazable por lo que dejé de dirigir como invitado. Pero ordenar, tener que estar constantemente seguro de uno mismo, es extremadamente peligroso porque la gente vive de tu energía, te comen... Y no tengo ninguna excusa si algo sale mal, porque dispongo de los mejores medios.
El maestro levanta la cabeza y cierra con fuerza el puño de la mano derecha, en una prodigiosa actitud de firmeza:
—¡Pero contra la pereza y la fatiga está la voluntad! Y, si se posee decisión, toda la orquesta te sigue en bloque. En cambio, si cometes el más mínimo error o si dejas entrever la más mínima debilidad interior, lo notará al instante, con una potencia emotiva capaz de hacerla fracasar por completo. El momento mágico se produce cuando el entusiasmo o el miedo consiguen que 120 individuos se unan en uno solo.
Silenciosamente, el mayordomo italiano se materializa a nuestro lado para anunciar que la cena está servida. Atravesamos el hall, revestido de paneles de madera esculpida, para dirigirnos al comedor. Somos cuatro personas a la mesa: Eliette, su esposa, que es pintora; el astrólogo romano Francesco Waldner, viejo amigo de la familia; Von Karajan y yo. A la mañana siguiente encuentro al maestro levantado desde las siete para su larga y diaria sesión de cultura física; disciplina y regularidad: el hombre de hierro.
A las diez en punto estamos en su habitación, su centro de trabajo y meditación: "El lugar en el que me siento más completamente concentrado de todo el mundo", me explica. No se oye ni un ruido; en la cabecera de la cama, encima de los minúsculos animales chinos de jade, veo la esfera de un anemómetro (velocidad y dirección del viento), la de un barómetro: Sobre la cómoda, una esfera cósmica muy sofisticada: los planetas gravitan sobre sus órbitas variables con un ligero zumbido producido por un minúsculo motor.
El maestro, con la mirada perdida en las cercanas cumbres, reanuda la conversación en el punto exacto en que la habíamos dejado la noche anterior:
—Hoy día todos los músicos quieren convertirse en directores de orquesta. ¿Por qué? Porque el director goza de una autoridad y una fuerza de expresión únicas. Su poder de decisión se extiende a todo; es un verdadero dictador y el hombre de 1982 detesta a los dictadores, cuando lo son los demás, naturalmente, porque, si tiene oportunidad de convertirse en dictador él mismo, su punto de vista cambia... Me acuerdo de una conversación que sostuve con el entrenador del equipo de fútbol de la República Federal de Alemania. Yo le dije: "En cierta manera, los dos estamos sobre el mismo barco; ambos tenemos un equipo que debe rendir al máximo. La diferencia está en que yo les influyo durante la acción, mientras que usted se limita a permanecer sentado observándolos. En su opinión, "¿por qué cree que los músicos de mi orquesta son unos espectadores fanáticos de fútbol?", y él mismo respondió: "Quizá envidien a mis jugadores porque éstos ignoran la batuta. Para sus músicos, ver un partido es una especie de compensación...".
Es de sobra conocida la obsesión de Von Karajan por el detalle, por el perfeccionismo; él mismo se ocupa de la puesta en escena, y seis meses antes de la primera repetición todo está dispuesto; revisa incluso las luces y no permite los vaqueros durante los ensayos, ya que, en su opinión, el vestido influye en la actitud, y todos los que trabajan a sus órdenes deben estar ataviados siempre como el día del estreno. En noviembre finalizó el disco de ópera que será ofrecido en Pascua; la minuciosidad, el rigor y la fidelidad al espíritu del compositor lo caracterizan, y fue para no tener que discutir con otros a causa de sus innovaciones dudosas por lo que Von Karajan se ha convertido a sí mismo en director de escena.
En 1972 le escribió a Ekaterina Fourtseva, entonces ministra de Cultura soviética: "Os envío un gran talento..."; se trataba de Kitaenki, que acababa de ganar el concurso de directores de orquesta de la Fundación Von Karajan, en Berlín, y es hoy director de la Orquesta Filarmónica de Moscú.
Von Karajan, el austríaco (que se acuerda todavía de cuando a los quince años, en el Liceo de Salzburgo, su profesor de geografía comentaba el desmembramiento del imperio de los Habsburgo), reina en la actualidad sobre un imperio musical universal, y medita sobre el impacto formidable y misterioso de la música sinfónica europea en Japón:
—Multitudes fascinadas e inmóviles, un pueblo introvertido, con una concentración perfecta, clubes de jóvenes nipones cuya norma es llevar cada uno un disco por mes...
—¿Y los jóvenes occidentales?
—Viven entre ventajas que me hubieran parecido, en mi adolescencia, sueños demenciaIes, y, sin embargo, ofrecen un aspecto cansado, aburrido, saturado... Saturado sobre todo de música mala. Pero la cosa no es tan sencilla, ya que, si nos fijamos en las estadísticas de Estados Unidos, se detecta un cambio que se va revelando cada vez con más claridad: antes de los diecisiete años, esta generación presta atención al rock, pero cuando salen de la universidad se llevan consigo cientos de discos de música clásica. Algunos me escriben entusiasmados y me dicen: "Tengo todos los suyos".
A primera hora de la tarde, Eliette, Waldner, Von Karajan y yo salimos a dar un paseo por el camino blanco de nieve, bajo un cielo azul en el que vemos deslizarse un deltaplano. Cientos de coches centellean al sol por la carretera que discurre por el fondo del valle. Es un domingo de invierno en Saint-Moritz. Herbert von Karajan se ha puesto la gorra de color azul que usa normalmente para pilotar su avión y navegar en su yate. Y mientras paseamos deja vagabundear sus pensamientos:
—En los próximos decenios se producirá un alargamiento de la vida humana. El hombre del año 2000 dispondrá de mucho más tiempo para disfrutar de la vida del que ha tenido que pasar antes estudiando y trabajando. Se jubilará a los cincuenta años, pero vivirá más de cien... ¿Imagináis las consecuencias?, ¿el desplazamiento del interés social, comercial e industrial hacia una gran tercera edad?, ¿las ideas culturales de vanguardia que nacerán de esta era?, ¿la modificación completa de nuestro punto de vista sobre el mundo?...
Al día siguiente volvemos a reunimos todos a la hora del desayuno, presidido por Von Karajan vestido con un sorprendente quimono negro, que nos habla del destino ambiguo de Austria, del carácter vienés, del horror que siente hacia las ciudades y de su Europa sentimental: los Alpes y el mar latino. El mar en el que se lanzará, en junio, a la gran regata de los maxi- yates (España, Mallorca, costa del Magreb, Malta, Sicilia, Cerdeña). En 1981 ganó la prueba más dura: veintisiete horas sin interrupción, 36 cambios de vela en tres horas, para vencer por los pelos al gigante Kilroy.
Dentro de tres días dirige dos conciertos en Sofía; después, la orquesta y él regresan a Berlín para grabar la Tosca con Raimondi. A continuación, volverá aquí, a su casa, durante quince días, para preparar el festival de Pascua. Después, viaje a Salzburgo para las primeras repeticiones delVaisseau fantôme con sus berlineses. Pero ahora mismo Von Karajan bebe chianti en una copa de cristal que sostiene con las dos manos, con los ojos semicerrados.
"O Von Karajan es sobrehumano", escribía Maurice Clavel algún tiempo antes de morir, "o no va al fondo de todo". Una suposición prematura, puesto que el interesado ha dado la respuesta ya: para ir hasta el fondo de su voluntad sabe que le serían necesarias varias vidas.
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