La indispensable reforma
Los fundamentos de la Constitución de 1978 siguen siendo válidos, pero su concreción debe avanzar. Lo esencial es revitalizar la democracia, el modelo social y la autonomía territorial. Una tarea a la que acechan importantes peligros
El sistema político español se enfrenta a una crisis de legitimidad de una profundidad y gravedad inéditas que pone en serio riesgo su estabilidad. Los motivos son múltiples; y también deben serlo los remedios. Tratar de devolverle la lozanía exige la administración de un cóctel terapéutico que combine adecuadamente distintas medidas. Y es necesario hacerlo sin demora, porque corremos el riesgo de que pronto sea demasiado tarde.
Esta crisis tiene dos fuentes principales: las formas de actuación de los partidos políticos (la cultura partidista) y la falta de adecuación de la ordenación jurídica del sistema político a las necesidades de la realidad española. Ello exige, por una parte, una profunda regeneración política; y, al mismo tiempo, la reforma de la Constitución, para incorporar los instrumentos que permitan afrontar de la forma más adecuada los problemas que nos acucian. La reforma de la Constitución no es suficiente; pero sin afrontarla es difícilmente imaginable que podamos superar la crisis. Algunos de los elementos que la han provocado tienen relación directa con la Constitución; solo tomando la iniciativa de la reforma podrá volver a ser percibida como un instrumento plenamente idóneo para la gestión democrática de nuestra realidad y recuperar una legitimidad ampliamente mayoritaria.
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El desarrollo del debate político está poniendo en evidencia que se va a tratar de una tarea ardua, sumamente difícil. Corremos un serio riesgo de fracasar, arrastrados por el triunfo de las visiones puramente partidistas; lo que los fundadores de la República norteamericana denominaban el espíritu de facción, que puso en serio riesgo el nacimiento y la pervivencia de la Unión. Se descalifica el hecho mismo de defender la necesidad de la reforma, sin ofrecer otra alternativa que el inmovilismo, como si la crisis política fuese pura invención o como si los problemas fuesen a resolverse solos. O se acusa a la propuesta de falta de concreción, lo que es otra forma de hacerla inviable.
Hay que exigir a los partidos responsabilidad en grado extremo en el tratamiento de las propuestas de reforma. Es mucho lo que tenemos en juego. Hay que exigirles una actitud prudente y mesurada en el análisis de las propuestas que se planteen; las plantee quien las plantee. Y quien las plantee debe hacerlo desde la generosidad hacia los demás actores políticos. Es una cuestión de credibilidad.
Frente a la defensa
Para tener éxito, una reforma constitucional como la que exige nuestra crisis política, que no sea meramente cosmética, requiere acertar en su contenido. Pero solo podrá lograrlo si, además, concita un amplio consenso. Y eso solo es posible acertando en el procedimiento y renunciando a los intereses partidistas de corto alcance. Cada partido tiene, legítimamente, una forma de ver las cosas. No se trata de que renuncien a ello. Cada uno tendrá la reforma que le gustaría sacar adelante; pero debe aceptar que el consenso le exigirá renunciar a su plena consecución. En cada caso debe convencer de que sus propuestas son las más idóneas para los problemas planteados.
El éxito de la reforma exige acuerdo en el punto de partida, no, desde el principio, en el punto de llegada. Debe haber acuerdo básico sobre el diagnóstico, sobre los problemas que es necesario abordar y sobre los fundamentos desde los que se va a afrontar la reforma. Pero el punto de llegada debe ser el resultado de un camino que se tiene que recorrer juntos.
Las propuestas de reforma constitucional corren un segundo riesgo: lo que podemos denominar el espíritu jeffersoniano. Se suele citar entre nosotros, de forma laudatoria, la idea de Thomas Jefferson de que cada generación tiene que tener su propia convención constitucional. Como decía Gore Vidal, Jefferson usaba un lenguaje bíblico, que lo hace extraordinariamente atractivo, cautivador; pero no garantiza su acierto. El éxito en la creación y consolidación de la Unión norteamericana fue posible porque triunfó la visión de James Madison y Alexander Hamilton, mucho más prudentes en esta cuestión, frente a la de Jefferson, quien, afortunadamente, se olvidó de ella en cuanto llegó a la presidencia. No podemos tratar de implantar una idea de democracia, por muy seductora que sea, que ponga en riesgo la pervivencia misma del sistema democrático. Cuestión diferente es la necesidad de realimentar continuamente la vinculación de la ciudadanía a la Constitución, es decir, su legitimidad. Y eso debe hacerse reformando la Constitución siempre que se ponga en evidencia la necesidad de ajustar o cambiar sus piezas, porque ya no permiten afrontar de forma idónea los problemas que se presentan. Esa es nuestra situación.
Hay que afrontar temas muy controvertidos, pero en ellos nos jugamos el éxito o el fracaso
Pero no se trata de poner todo patas arriba, sino de actualizar, revitalizar y desarrollar los principios establecidos en 1978, aplicando, como decía A. Hamilton (The Federalist Papers), las lecciones recibidas del mejor oráculo de la sabiduría: la experiencia. Los fundamentos de nuestra Constitución siguen siendo plenamente válidos; pero su concreción debe avanzar de forma significativa sobre lo elaborado en aquel momento fundacional. Hay cuestiones que no son controvertidas, como la preferencia en la sucesión a la Corona o la relativa a la conexión constitucional con la UE. Pero lo más indispensable es afrontar las cuestiones que están en el origen de la crisis: la revitalización de la democracia (participación, representación, órganos políticos, órganos de control) y del modelo social distintivo de Europa (los derechos del bienestar), y, muy destacadamente, la autonomía territorial, que requiere acomodar realidades muy diversas. Las tres presentan grandes dificultades para el consenso, pero en ellas nos jugamos el éxito o el fracaso.
La reforma de la Constitución, en nuestra situación, es una tarea extraordinariamente exigente, a la que acechan grandes peligros, que, para tener éxito, requiere importantes virtudes. El gran físico teórico Freeman Dyson (The Scientist as Rebel) identifica certeramente unos y otras al plantearse los grandes retos científicos; son igualmente aplicables a los grandes retos políticos. Usando el testimonio de los Padres Peregrinos (la comunidad calvinista que fundó Plymouth, la primera colonia en Massachusetts), señala que todo gran reto comunitario está acosado por tres debilidades que ponen diabólicamente en riesgo nuestros esfuerzos: la incapacidad para definir o acordar los objetivos, la incapacidad para lograr los medios necesarios y el miedo a un fracaso desastroso. Superarlas, nos recuerda Dyson, requiere reunir todas las virtudes de las que el ser humano es capaz en situaciones extremas: tenacidad, coraje, generosidad, previsión, sentido común y buen humor. La inteligencia y la finura indispensables son, obviamente, condición previa ineludible.
Eso es lo que necesitamos imperiosamente en la tarea de la reforma constitucional.
Alberto López Basaguren es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y uno de los 14 expertos reunidos por el PSOE para la reforma de la Constitución. Este artículo expresa opiniones estrictamente personales.
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