San Pedro Zerolo
Ahí quedan una vida y una muerte ejemplares. Ahí estaba su viudo velando dignísimo sus restos
Pedro Zerolo era, lo saben todos los que ahora le hacen la ola, más pesado que matar una vaca a besos, la única forma de matar a alguien que puedo imaginar junto a su nombre en la misma frase. Le decías buenos días y te soltaba un discurso de 10 puntos sobre igualdad, tolerancia y respeto a la diferencia, por si luego no tenía tiempo de colocarte el mitin. Zerolo era, lo saben todos los que ahora le cantan coplas, una mosca cojonera, un intenso, un canario zumbón, valga la redundancia. Y un tío bueno de caerte de espaldas, todo sea dicho: una cosa es que él fuera gay irredento y otra que nosotras fuéramos ciegas.
Lo que quizá no sepan o no quieran saber los que ahora le suben a los altares es que no le hace falta. Zerolo fue un santo en vida. Acredita el milagro de haberse casado con su novio y haber declarado mujer y mujer y marido y marido a sus semejantes en un país donde, cuando él vino al mundo, se metía presos a los homosexuales por vagos y maleantes. Certifica el prodigio de que el epíteto maricón retrate hoy más a quien lo esputa que a quien lo recibe. Sufrió, bien que le pesara, el martirio de un mal tan diabólico como para matar de raíz ese pelazo que le brotaba de ese cráneo privilegiado que la enfermedad dejó al aire y que fue su última bandera. Y todo, sin molestarnos con su declive, ahora que estamos tan entretenidos con nuestras pantallitas.
Ahí quedan una vida y una muerte ejemplares. Ahí estaba su viudo velando dignísimo sus restos. Los maceros presentándole sus cascos emplumados. La regidora Botella tragándose sus peras y sus manzanas ante su figura. Un santo varón, ya te digo. Como que yo mataría una vaca a besos por ver al obispo Reig Plá sacarlo en procesión a hombros de los paracas cantándole La muerte no es el final voz en cuello y bíceps en ristre. Flores, plumas, maromazos. Qué más querría el santo finado. Que fuera ateo es lo de menos.
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