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Ríase, esto es una comedia de enredo (o las campañas electorales en EE UU)

Ahora que arranca la carrera para relevar a Obama, repasamos los escándalos y los disparates de los candidatos en busca del voto

Miquel Echarri
George McGovern en la campaña de 1972. Su mayor pifia fue en Battle Creek, Michigan, cuando nervioso por las encuestas, le dijo a un seguidor de su rival, Nixon: "Tengo un secreto para ti: bésame el culo". La prensa le pilló.
George McGovern en la campaña de 1972. Su mayor pifia fue en Battle Creek, Michigan, cuando nervioso por las encuestas, le dijo a un seguidor de su rival, Nixon: "Tengo un secreto para ti: bésame el culo". La prensa le pilló.

El grito de Howard Dean, la fulminante réplica de Lloyd Bentsen, el tanque de Michael Dukakis, los escándalos sexuales de Gary Hart, los deslices y patadas al diccionario de Sarah Palin, las bravatas de Ross Perot... Parafraseando a Ennio Flaiano, las elecciones presidenciales estadounidenses son trascendentales, pero no serias. Hillary Clinton acaba de lanzar su campaña por el Partido Demócrata (el mismo que Obama) para las elecciones de 2016 (8 de noviembre). Ahora mismo, los favoritos a disputarle la presidencia a Clinton en representación del Partido Republicano son Marco Rubio y Jeb Bush. Este último hijo (George H.W. Bush) y hermano (George W. Bush) de expresidentes de EE UU. El último en llegar es el excéntrico multimillonario Donald Trump. Y lo ha hecho entrando como elefante en cacharrería, insultando a los mexicanos. Dos de los expertos a los que hemos consultado, Xavier Jackson y Mark Hill, columnistas políticos de la revista satírica Cracked, consideran que el candidato que de verdad puede dar espectáculo y convertir la próxima campaña en una comedia de enredo a la altura de la de 2008 es, sin duda, Ted Cruz.

Alicia Lu recopila en bustle.com algunas de los más llamativas meteduras de pata del senador republicano por Texas, un hombre que niega el cambio climático con argumentos pedestres (“en los setenta, el planeta se estaba enfriando y ahora resulta que se calienta, ¿en qué quedamos?”), exige la derogación “inmediata” de una ley (Affordable Care Act) que nunca entró en vigor, o se acerca a un científico durante una visita a las instalaciones de la NASA para preguntarle en qué consiste su trabajo “exactamente” y le interrumpe a los pocos segundos para decirle: “Pero explíquemelo con palabras que un norteamericano normal pueda entender”.

Es increíble que nadie se diese cuenta de que la mujer elegida [Sarah Palin] era una absoluta inepta, vanidosa, frívola y del todo incapaz de expresarse con un mínimo de coherencia”

Según Xavier Jackson, la imagen de falta de rigor y escasa solvencia intelectual que dan en ocasiones candidatos como Cruz puede atribuirse a un exceso de populismo: “La mayoría de los candidatos presidenciales pertenecen a una élite económica educada en las mejores universidades del país, y eso les obliga a hacer un esfuerzo extra para demostrar que siguen siendo gente normal, no patricios desconectados de la realidad. A veces, se pasan”. Michael Silverstein, profesor de antropología lingüística de la Universidad de Chicago y coautor junto a Michael Lempert del ensayo sobre comunicación política Creatures of politics, da un ejemplo que ilustra de manera muy precisa la tesis de Jackson: “En las elecciones de 2004, George W. Bush, descendiente de una estirpe de petroleros texanos, se enfrentaba a un veterano de guerra hijo de militar como John Kerry. Pero pronto quedó claro que los votantes percibían a Kerry como mucho más distante y aristocrático porque se expresaba con elocuencia y su gramática era muy correcta. Bush tomó buena nota de esa inesperada ventaja y, a medida que avanzaba la campaña, cada vez hablaba peor”. Según Silverstein, fue deliberado. Y funcionó.

Sin embargo, la historia de las presidenciales estadounidenses demuestra que no todas las estrategias populistas acaban siendo coronadas por el éxito. Según Mark Hill, “los analistas políticos seguirán preguntándose durante décadas cómo John McCain y su equipo pudieron elegir a Sarah Palin candidata a la vicepresidencia en 2008”. Ese fue el primero de una cadena de errores de juicio inverosímiles, como “mandar a Palin al programa de una periodista seria, Katie Couric, algo así como abandonar al cordero en las fauces del lobo”. La gobernadora de Alaska hizo un ridículo histórico en aquel programa, con afirmaciones tan hilarantes como que su experiencia en política exterior se basaba en que desde su casa de Wasilla podía vigilar Rusia. Para Xavier Jackson, “McCain no se sentía cómodo en el papel de viejo blanco que se enfrenta a un joven negro [Barack Obama] y quiso a una mujer como compañera de candidatura para darle un giro inesperado a la campaña. Sobre el papel, parecía una buena jugada, pero es increíble que nadie se diese cuenta de que la mujer elegida era una absoluta inepta, vanidosa, frívola y del todo incapaz de expresarse con un mínimo de coherencia”.

En contra de lo que publicaron todos los periódicos ( y de esta foto de 1987), el candidato Gary Hart sigue negando que tuviera un romance con la modelo Donna Rice. Este lío acabó con su carrera.
En contra de lo que publicaron todos los periódicos ( y de esta foto de 1987), el candidato Gary Hart sigue negando que tuviera un romance con la modelo Donna Rice. Este lío acabó con su carrera.

Candidatos nefastos... que ganaron —¿Fue Palin la peor candidata de la historia? Jackson opina que es difícil concebir una candidatura más nefasta que la de Bush hijo en 2004. “Tal vez no soy objetivo en esto, porque lo cierto es que acabó ganando. Pero el Bush de 2004 era incluso peor candidato que el de 2000, porque ya había probado su incompetencia arruinando al país y metiéndolo en dos guerras, la segunda de ellas completamente injustificable”. ¿Por qué ganó? Según Jackson, por el pobre nivel de aquella campaña, que permitió que se acabase imponiendo un argumento tan reduccionista y poco fundamentado como “en tiempo de guerra, hay que cerrar filas en torno al presidente”. A juzgar por la magnitud de sus derrotas, los peores candidatos presidenciales del último siglo han sido el republicano Barry Goldwater (1964) y el demócrata George McGovern (1972). Goldwater no fue capaz de contrarrestar una jugada un tanto sucia de la candidatura de su rival, Lyndon B. Johnson, el llamado “anuncio de la margarita”, en el que una niña deshojaba una flor mientras de fondo sonaba la cuenta atrás de un lanzamiento nuclear, dando a entender que el belicismo irresponsable del candidato republicano llevaría al mundo al holocausto.

El candidato Gary Hart acababa de conceder una entrevista en la que negaba ser un mujeriego cuando se hizo público que estaba siendo infiel a su esposa con una mujer 20 años menor

McGovern cosechó ocho años después una derrota aún más sangrante ante Richard Nixon tras una campaña narrada magistralmente por el periodista Timothy Crouse en su ensayo Los chicos del autobús. Crouse argumentaba en él que en la recta final de la campaña se impuso la imagen popular de un McGovern débil y sin cualidades de liderazgo frente a un Nixon antipático pero con perfil de estadista. Una narrativa que incluso los periodistas progresistas que simpatizaban con McGovern acabaron reproduciendo en parte, algo que Crouse atribuye a la tendencia de los profesionales de la comunicación a “pensar y actuar casi al unísono, como una manada de lobos”.

El pobre diablo con su tanque —Jackson concede que la campaña de McGovern tuvo que ser “un completo desastre. Era el candidato del no a la guerra en un momento en que lo de Vietnam era ya el conflicto más impopular en que se ha visto envuelto Estados Unidos en toda su historia. Y su rival era un hombre, Nixon, considerado belicista, cínico y deshonesto. Pero McGovern se pasó de frenada y fue demasiado sincero: el país no estaba preparado para un candidato de convicciones tan izquierdistas”. Para Mark Hill, otro demócrata, también de ideas muy progresistas, que perdió con estrépito debido a una campaña repleta de errores, la peor fue la de Michael Dukakis en 1988. “Su ridícula foto subido a un tanque M1 Abrams y señalando a cámara con una sonrisa tímida es un gazapo de manual. Pésimo concepto, pésima ejecución y pésimo resultado”. Jackson remata añadiendo que la clave fue la astuta utilización que la campaña de su rival, George Bush padre, hizo de esa foto. “Presentaron a Bush como el vicepresidente de Reagan, un hombre que había contribuido a ganar la guerra fría, y a Dukakis como un pobre diablo que se hacía fotos en tanques de juguete”.

El candidato James Stockdale fue tan torpe que empezó un debate con la frase: “Ustedes se preguntarán quién demonios soy yo y qué demonios hago aquí”

También Howard Dean, candidato a las primarias demócratas en 2004, fue víctima de una de esas imágenes que valen más que mil palabras y pueden destruir cualquier reputación. Tras perder contra pronóstico el caucus de Iowa, quiso vender optimismo gritando desde el estrado que iba a ganar las primarias de New Hampshire, las de Carolina del Sur y así hasta la Casa Blanca. Tuvo la mala suerte de hacerlo con los ojos inyectados en sangre, la mirada extraviada y la voz rota de un hombre de mediana edad poco acostumbrado a demostrar entusiasmo y exhausto tras varios días sin apenas dormir. La imagen se hizo viral y sepultó sus opciones.

Un efecto parecido al del escándalo Donna Rice, que acabó con la carrera del candidato demócrata Gary Hart en 1988. El político acababa de conceder una entrevista en la que negaba ser un mujeriego cuando se hizo público que estaba siendo infiel a su esposa con una mujer 20 años menor. Aunque también devastadora resultó en el debate presidencial de 1976 la insistencia del republicano Gerald Ford, que por entonces llevaba ya dos años siendo presidente, en que no había ninguna ocupación soviética en Europa del Este. Esa vez, el beneficiado fue su rival demócrata Jimmy Carter. Un hombre que cuatro años después, en 1980, perdería la reelección al ser vapuleado contra pronóstico por Ronald Reagan, un discreto exactor de serie B y gobernador de California tratado con cierta condescendencia por la prensa. Sí, el mismo Reagan que en las primarias de New Hampshire de unos meses antes se había negado a que el moderador de un acto electoral le retirase la palabra con una frase lapidaria que ha pasado a la historia: “Este micrófono lo he pagado yo, señor Green”. Por cierto, el moderador en cuestión ni siquiera se llamaba Green.

Veteranos del Vietnam cuestionan, en 2004, los méritos de John Kerry como soldado.
Veteranos del Vietnam cuestionan, en 2004, los méritos de John Kerry como soldado.

¿Quién demonios es usted? —Para Mark Hill, los éxitos contra pronóstico como el del propio Reagan, el de Bill Clinton en 1992 o el de Obama en las primarias de 2008 no son comparables con lo que él considera el resultado electoral más por encima de las expectativas previas de los últimos 50 años: “Ross Perot en 1992, sin duda. Un hombre que no parecía tomarse muy en serio a sí mismo, que incluso retiró su candidatura en plena campaña para volver poco después sin explicar el porqué de ninguna de las dos decisiones. Rozó el 20% del voto popular en un país en que el bipartidismo es tan asfixiante que apenas deja espacio para un tercer partido”. Perot explotó las bazas del que no tiene nada que perder: jugar sin reglas, hacer mucho ruido y parecer sincero. Superó incluso el inconveniente de tener un compañero de candidatura, James Stockdale, tan torpe que empezó un debate con la frase: “Ustedes se preguntarán quién demonios soy yo y qué demonios hago aquí”. Semejante ataque de candidez fue acogido con rechifla por una audiencia que se estaba preguntando precisamente eso.

Pero el pánico de cualquier candidato con posibilidades es ser fulminado por su rival con una de esas frases certeras que despiertan la complicidad del público y se convierten en torpedos en la línea de flotación. Frases como el célebre “es la economía, estúpido”, de Bill Clinton, o el comentario sarcástico con el que un Ronald Reagan de 73 años liquidó a Walter Mondale, de 56, en uno de los debates de 1984: “No me gustaría que esta campaña se centrase en temas como la edad de los candidatos. No sería justo reprocharle a mi rival su juventud y falta de experiencia”. De todas esas réplicas, la más letal fue la que dedicó Lloyd Bentsen, candidato a vicepresidente en 1988, a su rival republicano Dan Quayle, que insistía en presentarse como un político moderado, “como Jack Kennedy”. “Senador Quayle”, dijo Bentsen, “yo trabajé con Jack Kennedy, estuve en el gobierno de Jack Kennedy, conocí bien a Jack Kennedy, fui amigo de Jack Kennedy. Usted no es Jack Kennedy, señor Quayle”. Bentsen no ganó aquellas elecciones. Se cruzó en su camino la foto subido a un tanque de su compañero de candidatura, Dukakis.

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.

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