La capital de la edición
Barcelona tiene la hegemonía editora en castellano. Hay vida más allá del nacionalismo
La degradación cívica que desde hace tiempo sufre Barcelona, progresivamente sometida a una abstracción publicitaria que ha terminado por postrarla ante el turismo, en detrimento de sus vecinos, se ha agravado en la última legislatura con la adhesión económica y espiritual de la ciudad al proceso soberanista. Tras el escaparate de hoteles de lujo y fachadas de Gaudí, llora la ciudad sitiada de 1714, cuyo imponente memorial, el mercado del Born, incuba las ruinas de la historia custodiado por una senyera cuyo mástil mide, créanlo o no, 1.714 centímetros. Por desgracia, el traspaso que se ha escenificado en el Ayuntamiento no augura ningún cambio en ese sentido, sino todo lo contrario. Ada Colau ya está siendo cortejada y presionada por los defensores del reaccionarismo más vetusto.
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Shakespeare abordó muchas veces la tragedia de quien intenta huir de los dictados inescapables que genera la maquinaria del poder dotando de una insurgente e irreductible voz a personajes que se sienten desquiciados con respecto a la obra en la que habitan. Hamlet no quiere ser el príncipe heredero del reino de Dinamarca y ni si quiera puede creer en el fantasma de su amado padre en la muerte, el intachable guerrero católico. Y sir John Falstaff opone su oronda puerilidad, su ingenio imbatible, cifra de cierto radical estado de la felicidad humana, a la rueda de sucesión y asesinato que conforma el ciclo histórico de Enrique IV y su hijo Hal. Del mismo modo, frente al proceso de sublimación mercantil y patriótico en el que se intenta diluirles, los ciudadanos de Barcelona, abandonados a su suerte (también los que son utilizados para agitar banderas), no tienen más remedio que intentar construir su propia comunidad, tratando de sobrevivir a la especulación inmobiliaria, a la destrucción de la trama urbana o al encarecimiento asfixiante del comercio. A pesar del relato oficial, en Barcelona sigue habiendo personas que se atreven a pensar por sí mismas con un grado de complejidad ya inaudible para el nivel tolerado.
Una de esas múltiples ciudades que está en peligro de extinción es la que todavía puede considerarse la capital mundial de la edición en castellano. Con una hegemonía que ni siquiera ostenta Londres en el mundo anglosajón, pues debe compartir la de su lengua con Nueva York, Barcelona alberga todavía a las editoriales más prestigiosas, influyentes y decisorias del ámbito hispánico, con un amplio espectro que va de los grandes grupos a las editoriales de capital más pequeño, todas determinantes en la constelación literaria y ensayística tanto de España como de América Latina. Somos muchos los que seguimos en Barcelona gracias sobre todo a un trabajo, un oficio humilde y a la vez intransigente, silencioso y anónimo en el mejor de los casos —el “árido servicio del editor”, defendido con pasión por el doctor Johnson en su edición de Shakespeare—, que ha sido posible porque varias generaciones de profesionales decidieron apostarlo todo a la defensa de la literatura y el pensamiento, propiciando que el espacio de discusión en que se convirtió la ciudad se extendiera y atrajera a escritores de todo el mundo.
Frente al proceso de sublimación mercantil y patriótico en el que se intenta diluirles, los barceloneses no tienen más remedio que intentar construir su propia comunidad
En esa capital de la edición hemos podido desempeñar una labor mucho más viva y fértil que si nos hubiéramos quedado en la universidad, establecer con Madrid una relación de complicidad y casi de segunda residencia, dialogar con las principales ciudades europeas y americanas, comprobando, una vez más, que la literatura, por encima de naciones, razas y clases sociales, puede ser, si uno acepta su reto de exigencia, el más hospitalario lugar de encuentro. Esa capitalidad peligra ahora por una desidia política que ya está empezando a propiciar una diáspora cultural.
A principios de este año, Quim Torra, director del memorial del Born, definido como la “zona cero de los catalanes”, sostenía que “fuera del hecho nacional no hay vida” (EL PAÍS, 11 de enero de 2015). Se trata, claro, de una afirmación escalofriante. No es verdad, por supuesto, que no haya vida fuera de la ficción soberanista, de hecho solo hay efusión de vida lejos del tinglado fatídico y patriótico, siempre, en Barcelona o en cualquier otra ciudad de la historia. Ahí siguen las voces desterradas pero nunca domadas de Hamlet o Falstaff para demostrarlo.
Andreu Jaume es crítico y editor.
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