Barcelona, modelo
La ciudad debe mantener el dinamismo empresarial y la cohesión social
La campaña electoral pone bajo la lupa de la confrontación política el llamado modelo Barcelona, ese que ha convertido a la capital catalana en la marca española de mayor prestigio internacional, incluidas las denominaciones Cataluña y España.
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El modelo Barcelona ha consagrado a esta ciudad como modelo de éxito replicable, o al menos digno de ser tenido como referencia, por las grandes ciudades españolas. Es un hito que, a diferencia de muchos logros económicos y sociales de nuestro país, no ha remitido durante los años más duros de la crisis, ni se ha deteriorado por las pugnas político-territoriales suscitadas por el soberanismo. Así lo atestiguan el liderazgo turístico de la ciudad a nivel español, la capacidad de convocatoria de grandes eventos tecnológicos y su resistencia al declive económico, a diferencia de otros enclaves catalanes.
El debate electoral es una ocasión oportuna para trazar balance de lo alcanzado, y también de sus déficits y carencias: al cabo, un acicate para solventarlas. Pero a condición de que se evite, como hacen algunos, tomar la parte por el todo, convirtiendo esas insuficiencias en rasgo principal del estado de la ciudad. Veamos el detalle.
La principal característica del planteamiento urbano de la capital catalana es su continuidad desde 1979. Se ha preservado así en lo fundamental, incluso cuando la tradicional alianza de izquierdas moderadas que lo forjó durante tres décadas (socialistas y ecosocialistas encabezados por Pasqual Maragall, Joan Clos y Jordi Hereu) cedió la vara de mando a un alcalde nacionalista posibilista (Xavier Trias), quien aunque no lo expansionase (ha cohabitado con la crisis), no lo desnaturalizó.
No ha sido así por azar, sino por la vigencia del equilibrio intrínseco entre sus componentes esenciales. De un lado, la promoción del dinamismo económico-empresarial en combinación con el sector universitario (nuevos núcleos biomédicos y tecnológicos). De otro, la vertebración inclusiva del espacio, cohesionando los degradados barrios medievales mediante un esponjamiento urbanístico, y monumentalizando y dotando de servicios sociales a los periféricos, herederos del desarrollismo. Todo ello bajo el impulso de la internacionalización (de los Juegos Olímpicos e incluso el imperfecto Fórum de las Culturas).
Barcelona ha resultado así más humanamente habitable en todos los sentidos, incluso por la textura de sus vías públicas, la accesibilidad de los discapacitados al transporte público o la atención a sus drogodependientes; algo más que ciudades tan potentes, creativas y dinámicas como su rival, Madrid.
Pero este no es, obviamente, un cuento de hadas. El modelo de éxito se ve crecientemente retado por el desafío de la rampante desigualdad social corolaria de la crisis económica general (y algunos retrocesos en infraestructuras y servicios, como las guarderías); por la tentación fácil del monocultivo del sector turístico; y por la disparatada tendencia nacionalista a utilizar el municipio como banquero barato del Gobierno autónomo, financieramente asfixiado. Además de por las incompetencias propias, como la increíble negativa a conectar las (ojalá que) complementarias redes existentes de transporte ecológico: el tranvía.
Barcelona debe autoexaminarse, sin duda. Y replantear los horizontes necesarios para el mejor desarrollo de su modelo: desde el despliegue del corredor euromediterráneo de transporte a la mejora de la conexión portuaria o la planificación urbana de corte metropolitano. Pero optimizar el modelo no significa abaratarlo.
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