Esclavitud y trabajos forzados en nuestro tiempo
El Estado mexicano no puede perseguir formas prohibidas de explotación
En fechas recientes, diversos medios mexicanos han hablado de esclavitud para describir la situación de los jornaleros de San Quintín, Baja California, y de la mujer encadenada a una plancha en la Ciudad de México. La palabra esclavitud evoca una condición que suponíamos ida, construida en mucho con las imágenes de negros encadenados en barcos zarpando de África, o trabajando en plantaciones sureñas de los Estados Unidos. Esas construcciones cinematográficas o televisivas nos han hecho suponer que el fenómeno ha desaparecido y que, por lo mismo, lo descrito por los medios mexicanos podría ser erróneo o, al menos, equívoco.
Jurídicamente, la esclavitud fue una forma de propiedad sobre seres humanos sustentada en prácticas internacionales y en normas nacionales. Lo relevante era la disposición de personas en la calidad de cosa, transferible, aprovechable, como cualquier otro objeto del comercio. Los Estados constituían y se hacían cargo de la institución, poniendo en juego sus administraciones y tribunales para permitirlo y castigar las violaciones a derechos considerados legítimos. La esclavitud fue moralmente cuestionada y progresivamente proscrita. Actualmente está prohibida e internacionalmente sancionada. Ningún Estado puede preverla en sus normas sin hacerse acreedor a responsabilidad internacional.
Las prácticas observadas en México no son constitutivas de esclavitud, sino de trabajos forzados. La correcta denominación del fenómeno no les hace perder su gravedad, más bien la incrementa. A diferencia del pasado, el Estado mexicano no es el garante de condiciones jurídicas admitidas por la sociedad de su tiempo, sino un ente incapaz de identificar y perseguir formas prohibidas de explotación humana. En unos casos, por no contar con la fuerza necesaria ni la presencia territorial para interferir en las redes de la delincuencia organizada. La trata, el sicariato, la albañilería o el halconeo, se impondrán a muchos por la imposibilidad estatal de intervenir en los campos delincuenciales. La liberación de las tareas impuestas pasará ahí por la reducción del campo mismo o, más esperanzadoramente, por la pronta y específica intervención en espacios concretos del campo delictivo. En otros casos, tal incapacidad se da por no contarse con las capacidades mínimas de vigilancia sobre ciudadanos no integrados a las delincuencias organizadas. De personas comunes, que ejerciendo un giro lícito realizan actividades o mantienen condiciones de trabajo ilícitas. De quienes en un barrio ordinario laboran cotidianamente en una lavandería, un table dance, un taller de costura, un bar o una explotación agrícola, en un territorio no controlado por el narco. En otros casos, porque aun cuando el Estado cuente con ciertas capacidades de vigilancia, sus funcionarios no las ejercen por estar inmersos en la corrupción. No ver, no actuar, no denunciar a un establecimiento o a sus patrones, a pesar de saberse que alguien está siendo sometido.
En México no hay esclavitud institucionalmente hablando. No hay propiedad sobre las personas, ni éstas se encuentran en el comercio lícito. Si hay, en cambio, condiciones de dominación parecidas a las que ese régimen permitía. Lo mismo sucede en otros muchos países, no para consuelo propio, sino para identificación de un problema general y reprobable de nuestro tiempo. Hay soluciones estrictamente nacionales que pasan por la recuperación de las funciones de vigilancia del Estado sobre sus habitantes. Inspecciones laborales y sanitarias, conocimiento del barrio y sus habitantes, control sobre la corrupción de inspectores y policías. Hay otras que pasan por el combate a la delincuencia que ejerce formas territoriales y determina así los quehaceres de todos o de muchos. Hay formas de enfrentar el sometimiento forzado que pasan por la intervención a las redes internacionales e implican la cooperación internacional. Cualquiera que sea su forma, las acciones deben darse. Combatir la existencia creciente de los trabajos forzados es uno de los compromisos morales de nuestro tiempo, tal como en su momento otras generaciones lo hicieron con la esclavitud.
José Ramón Cossío Díaz es ministro de la Suprema Corte de Justicia de México.
@JRCossio
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.