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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una pequeña revolución

Con la crisis ha crecido la solidaridad de los mayores con los jóvenes, pero también debe mejorar el trato a los ancianos

MARCOS BALFAGÓN

Las dos historias son sencillas. Un padre que deshereda a dos hijos que no querían saber nada de él; y una madre a quien le faltaron recursos cuando más los necesitaba, porque un hijo le había engañado para que le donara sus inmuebles. Pese a una legislación civil muy proteccionista de la herencia, el Supremo ha confirmado en ambos casos que los hijos desheredados lo fueron conforme a derecho.

La justicia ha sido capaz de sentar el criterio de que para desheredar no es preciso haber agredido ni maltratado físicamente: basta con el maltrato psicológico. Es verdad que hizo falta tiempo. La primera de esas sentencias se sustanció nueve años después de la demanda; la segunda ha necesitado seis.

El contexto es conocido. Muchos no saben qué hacer con los viejos/viejas, con los ancianos/ancianas. Ni siquiera se aceptan con normalidad tales denominaciones, prefiriéndose eufemismos del tipo “mayores” o “tercera edad”, como si la ancianidad conllevara estigma o humillación.

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A la vejez le temen las autoridades, que no saben bien cómo atender las obligadas dependencias de la gente mayor, en términos económicos y de salud. Otra cosa son las redes familiares, un mundo en el que resulta delicado penetrar. Es difícil saber cuánta razón tiene el anciano o anciana que deja a un hijo sin herencia. Sin embargo, puede aceptarse sin discusión que las familias han cambiado mucho desde finales del siglo XIX, cuando se implantó en España la legislación que protege el derecho a heredar, salvo excepciones fundadas en la tradición (Navarra) o en normativas específicas, como en Cataluña.

El blindaje de “la legítima” tenía sentido cuando la esperanza de vida no llegaba a los 40 años. Lo tiene mucho menos en una época en que la mayoría de las muertes se producen entre septuagenarios u octogenarios, con hijos que deben ser capaces de valerse por sí mismos, pese al paro o la precariedad.

La crisis ha mostrado lo solidarios que son los mayores con los jóvenes, pero hay que atender las denuncias por maltrato hacia los mayores. Mejorar la solidaridad entre generaciones es una pequeña revolución.

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