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Columna
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Qué sabe nadie

Los periodistas dicen esto o lo otro sobre las personas aun en sus más íntimas vicisitudes, sin pensar que quizá la historia es otra

Juan Cruz

Eugenio Scalfari, el legendario director del periódico italiano La Repubblica, que ahora preside ese diario, dijo hace 30 años a los estudiantes de la Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS una definición de este oficio que conmovió porque era difícil decir en tan pocas palabras qué hacemos cuando tecleamos una noticia, hacemos un análisis o entrevistamos a alguien. Dijo Scalfari, juntando las manos como si fuera un sacerdote laico en un púlpito que lo obligaba a la didáctica: “Periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente”.

Dos décadas más tarde, en una universidad de Roma, juntó otra vez las manos largas con las que acompaña su paciencia de decir y les explicó a los alumnos que le escuchaban en esta ocasión una frase que le nació a él y que luego ha sido objeto de larga reflexión, suya y de otros: “El periodismo es un oficio cruel”. Por entonces, el periodista francés de origen argelino Jean Daniel, que fue compañero de Albert Camus en la lucha antinazi y redactor suyo en el periódico Combat, nos dijo algo parecido en su casa de París, rodeado de libros hermosos, entre ellos uno que recuerdo ahora: El sol en la obra de Albert Camus. En aquella atmósfera de estudio, el veteranísimo director de Le Nouvel Observateur nos dijo algo parecido: el poder que tenemos los periodistas para disponer de la vida de otros a veces es omnímodo, y por tanto puede ser cruel.

Ahora son más veteranos, claro, pero entonces, cuando decían estas cosas, ya eran viejos adalides del oficio; de su pluma habían salido y seguirían saliendo opiniones contundentes sobre la política (ante todo) y sobre los diversos sucesos de la vida de la sociedad de este tiempo. Y ambos advertían del peligro de usar nuestro poder para derribar y acosar sin los elementos de juicio que son imprescindibles para que este poder no se convierta en un ejercicio liberado de las ataduras morales que exige.

Esas reflexiones marcan una ética y una estética que encuentro que entre nosotros se ha desvarado en grado sumo. El periodista, armado de un brazo justiciero que se ampara en lo difícil que es que una corrección social de sus invectivas lo pongan en su sitio a tiempo, utiliza las páginas y los otros soportes en los que desarrolla el oficio para decir esto o lo otro (esto es lo que comentaba Scalfari) sobre las personas aun en sus más íntimas vicisitudes, sin pararse a pensar que quizá la historia es otra, o distinta.

Esta facilidad para desenfundar se acrecienta cuando parece haber consenso social sobre la maldad de alguien al que se erige como protagonista oscuro de la historia. Pasa ahora, sin duda, con el eurodiputado Juan Fernando López Aguilar, declarado prematuramente culpable de violencia de género cuando aún no hay ni sentencia ni puede decirse que ya se manejen todos los datos. Esta facilidad de desenfunde se junta con el ejercicio conmiserativo del juicio, que consiste en declarar, antes de declararlo culpable, que diga él lo que diga algo habrá porque…, y en los porques ya los periodistas nos lanzamos a rastrear hasta su modo de agarrar la guitarra.

Quién sabe nadie del todo lo que pasa en una casa. Pues si uno lee ahora lo que se dice, parece que muchos periodistas no sólo tenían un periscopio, sino que vivían en la casa de Juan Fernando López Aguilar. 

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