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TORMENTAS PERFECTAS
Columna
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Democracia africana

Que en Nigeria se pueda echar al gobernante y conseguir la alternancia es una excelente señal para el conjunto del continente

Lluís Bassets

Hay muchas dudas respecto al funcionamiento de la democracia representativa como el gobierno del pueblo. Pero basta con que sirva para echar a quien gobierna y además asegure la alternancia entre quienes gobiernan para que quede legitimada, sobre todo si funciona en unas elecciones competitivas en las que opciones políticas e incluso personales se enfrentan en igualdad de condiciones.

Nunca hasta ahora se habían producido estas circunstancias democráticas esenciales en Nigeria, el país más poblado de África (174 millones de habitantes), el de mayor producto interior bruto (número 20 mundial) y uno de los más complejos (más de 10 grupos étnicos) y compuestos (36 Estados federados), además de dividido entre una mitad islámica mayoritariamente en el Norte y otra cristiana en el Sur.

Así ha sucedido en las elecciones presidenciales celebradas el 28 y el 29 de marzo, después de que el actual presidente en ejercicio, Goodluck Jonathan, aplazó la convocatoria prevista para el 14 de febrero, con la excusa de la inseguridad provocada por Boko Haram, un grupo islamista que rinde obediencia al Estado Islámico de Siria e Irak y siembra el terror en una amplia región del norte del país. Los votantes han querido echar a Jonathan y optar a la vez por cambiar el color del partido presidencial, e incluso el origen regional y la religión del presidente.

El actual presidente, Goodluck Jonathan, de 57 años, cristiano del Sur, del Partido Democrático del Pueblo, partido del Gobierno desde que hay elecciones, ha perdido por un amplio margen de nueve puntos y dos millones y medio de votos frente a Muhammadu Buhari, de 72 años, musulmán del Norte, del partido Congreso de Todos los Progresistas.

Buhari perdió ante Jonathan las elecciones de 2011, pero esta vez los votantes han preferido al candidato que les ofrecía mayores garantías a la hora de combatir las tres peores plagas que asuelan el país: el desempleo juvenil, la corrupción y Boko Haram. Y eso a pesar de que el vencedor de 2015 ha sido militar, presidente y general golpista entre 1984 y 1985, derrocado a su vez por otro golpe militar, uno más de los ocho que se han producido en el país desde su independencia en 1960.

Que la democracia funcione en un país como Nigeria, aunque sea como democracia negativa —para echar al gobernante y para conseguir la alternancia—, es una excelente señal para el conjunto de África —e incluso más allá, en un momento en que la democracia representativa plantea tantas dudas en todo el mundo— además de un estímulo para que cunda el ejemplo. También es una nueva oportunidad para combatir a la vez a la corrupción y a Boko Haram, dos fenómenos que en buena parte tienen relación entre sí.

El Ejército nigeriano no ha sido capaz por sí solo de terminar con el peligro terrorista y se ha caracterizado por un estilo de represión próximo a los métodos terroristas. Las credenciales de Buhari en cuanto al respeto de los derechos humanos no son precisamente recomendables, pero el premio Nobel de Literatura Wole Soyinka, que le criticó y denunció duramente cuando fue presidente de la Junta Militar hace 30 años, ahora le ha prestado su apoyo en la campaña electoral. 

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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