Mi diablo
Mi primer muerto fue español. Era actor, se llamaba José María Vilches
Mi primer muerto fue español. Era actor, se llamaba José María Vilches. Lo vi por primera vez siendo niña en un unipersonal llamado El Bululú, un recorrido por textos clásicos de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo. Tenía una forma de decir espesa y dulce, como si las palabras fueran el rastro de un cuerpo o de un pecado potente, y yo, escuchándolo, entraba en trance sin saber qué sentía: ¿euforia, inspiración? Lo vi cada vez que pude, durante años. Cuando la obra terminaba, corría a mi casa a escribir, urgida cual ninfómana, tratando de retener ese momento de elevación alucinada. En 1984 yo tenía 17 años y estaba de viaje cuando una amiga golpeó la puerta de mi cuarto y gritó: “¡Se murió tu Bululú en un accidente!”. Cinco años antes yo había entrado a su camarín. Él no me escuchó llegar. Vestía de negro, y el rostro, maquillado a medias, parecía una máscara de tiza, la cara trágica de un tuberculoso. Le miré los dientes de predador, rodeados de una boca untuosa y pérfida. Dije “hola”. Él se dio vuelta y me miró. Era satanás. Era bellísimo y fuerte, y tenía la pureza del odio y la fragilidad infecta del amor, y unos ojos de maldad exquisita con esquirlas de ternura sedosa. Me sonrió, me dijo “hola, nena”. Yo miraba el sudor que le caía por la frente. Exudaba sordidez y potencia y daba miedo y soledad, y era puro como una llama y sucio como el asfalto. Y de pronto entendí que lo que hacía ese fauno endemoniado cada noche, desde el escenario, no era llenarme el corazón de euforia sino de venerable pánico, de completo pavor. El día en que supe que había muerto bebí, repasé el grito: “¡Se murió tu Bululú!”. Jamás fue mío. Pero nunca dejé de buscar —en lo que leo, en lo que quiero, en lo que escribo— ese pavor. Algo que se vuelva hacia mí, me mire a los ojos y me diga: “Hola, nena: yo soy tu diablo”. No soy nada sin él. Sin eso.
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