Los padres cuidadores
Los mayores obstáculos que todavía hoy siguen impidiendo la igualdad efectiva de mujeres y hombres están relacionados con la necesidad de revisar las relaciones entre los espacios públicos y privados, así como con la urgencia de compartir equilibradamente los derechos y responsabilidades que unas y otros hemos tenido tradicionalmente en un pacto social condicionado por el contrato sexual previo. Ello exige, de una parte, incidir en los mecanismos de ejercicio del poder, tanto político como económico, con el objetivo de que las mujeres participen de él en plena igualdad de condiciones con los hombres, además de modificar unos métodos que continúan respondiendo al modelo de racionalidad masculina.
De otra parte, esa transformación de lo público debe ir acompañada de una revisión de los roles que mujeres y hombres hemos asumido históricamente en los espacios privados y, muy especialmente, en lo relacionado con las responsabilidades familiares. Todo ello sumado a la diversidad que encierra el mismo concepto de familia y que, poco a poco, vemos como supera los estrechos márgenes del marco heteronormativo.
A estas alturas puede parecer una obviedad decir que mientras que las mujeres se han ido incorporado, no sin dificultades, a lo público, los hombres no lo hemos hecho en la misma medida a lo privado. Pero en ocasiones es necesario reiterar lo obvio para poner de manifiesto lo mucho que nos queda por hacer en materia de igualdad de género.
Ello pasa necesariamente por acciones educativas y socializadoras que sirvan para construir unas subjetividades masculina y femenina alejadas del canon patriarcal. Solo así será posible el ejercicio compartido de autoridad y cuidado en el ámbito de las relaciones familiares. Y solo con estos presupuestos, convertidos en una realidad efectiva y no en un mero deseo, tendrán sentido reclamaciones como la de la custodia compartida de los hijos y las hijas en los casos de separación y divorcio.
Junto a dichas actuaciones políticas, que deben traducirse en normas obligatorias y en dotaciones presupuestarias sin las que la igualdad no pasa de ser un mero discurso, son imprescindibles los procesos mediante los cuales los hombres, todavía hoy educados para ser los héroes y los proveedores, analicemos críticamente nuestro lugar en el mundo y nos planteemos, por ejemplo, qué modelo de paternidad deseamos ejercer.
Un modelo que debería superar el vinculado tradicionalmente al ejercicio de la autoridad, así como a la ausencia propia del hombre volcado en lo público, y que debería proyectarse en el desempeño del papel de cuidador que nuestros padres y abuelos estimaron que no era el suyo. Este objetivo, que sin duda repercutirá en una mayor calidad de las relaciones familiares y en un mayor espacio de las madres para desarrollar sus actividades públicas, nos llevará a tener una experiencia mucho más completa y gozosa de lo que supone ser padre. Sobre todo si aprendemos a manejar y disfrutar de nuestras emociones, si asumimos nuestra vulnerabilidad y si entendemos que la vida, incluida también la responsabilidad que supone cuidar de una vida ajena, es un permanente aprendizaje en el que nadie tiene todas las lecciones aprendidas.
Esa experiencia, estoy seguro, contribuiría además a que nuestra manera de desenvolvernos en lo público, de relacionarnos con los demás o de resolver conflictos respondiera a otros métodos, mucho más pacíficos y empáticos, más conciliadores y menos autoritarios, más emancipadores y democráticos.
La reivindicación pues de unas paternidades cuidadoras no es solo una cuestión personal, sino que también, como lleva siglos enseñándonos el feminismo, es un reto político. Porque con ellas y a través de ellas será posible educarnos en una mayor hondura democrática, en una ética cívica sin la que no es posible construir una convivencia pacífica y mucho menos un contrato en el que mujeres y hombres tengamos las mismas condiciones para pactar.
Siendo mejores padres seremos sin duda mejores maridos, compañeros, amantes y hasta mejores ciudadanos. Y para ello solo nos hace falta cambiar las ausencias por presencias, la autoridad por corresponsabilidad y la razón infalible por ternura dialogante. Ese sería el mejor regalo que le podríamos ofrecer a las madres, a nuestros hijos e hijas y a nosotros mismos. Y solo entonces tendríamos motivos para celebrar un 19 de marzo en el que ya no serían necesarias ni corbatas ni relojes. Porque habríamos deshecho el nudo de la desigualdad y habríamos entendido que no somos los legítimos poseedores de nuestro tiempo y mucho menos del propio de aquellas que siempre entendimos que existían por y para los demás.
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