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Medio siglo añorando la selva

Hace 50 años que el Gobierno de Camerún obligó a los pigmeos baka a abandonar su centenaria vida en la jungla e incorporarse a la sociedad

Una mujer pigmea y su hijo en las selvas de Camerún.
Una mujer pigmea y su hijo en las selvas de Camerún.Juanjo Pérez

Thomas es uno de los 50.000 pigmeos baka que un día habitaron las selvas de Camerún. Ahora vive en Akonetyé, un pequeño asentamiento 44 kilómetros al sur de Djoum, cerca de la frontera con Gabón. Aunque era muy pequeño cuando se trasladó con su familia hasta este paraje que hoy preside una franja de negro asfalto, todavía le queda algún recuerdo de aquellos años, hace ahora medio siglo. Y todos tienen que ver con la vegetación que antes les cobijaba. "Nosotros, como pueblo, no podemos olvidar la selva aunque queramos. Para un baka es algo fundamental. Incluso cuando un niño está a punto de nacer, la madre se desplaza bosque adentro para que el alumbramiento tenga lugar en ella", cuenta.

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Fue en 1950, durante la administración colonial, cuando empezó el traslado al que Thomas se refiere. "Durante esa década, los colonos querían controlar el tamaño de las poblaciones locales para su explotación como fuerza de trabajo", explican desde la delegación en Yaoundé de la ONG Plan. "Y en los sesenta, esta vez de la mano del Gobierno, se trató de erradicar cualquier rebelión identificando a las poblaciones que pudieran ser políticamente controladas e incluso educadas", añaden.

Por si fuera poco, desde esa misma década el Gobierno camerunés ha tratado de forzar dicha expulsión mediante la construcción de parques nacionales, zonas de safari y concesiones forestales que hacen que los baka sean considerados criminales si permanecen en buena parte de lo que antes era su tierra, según la ONG Survival International.

Mike Hurran, investigador de Survival, asegura que compañías privadas de conservación, madereras y de safaris colaboran en el fortalecimiento de esta ley forestal. "Las empresas privadas son culpables porque no se han tomado la molestia de comprobar que los fondos que están aportando al Ministerio de Vida Salvaje (MINOF) no están impidiendo el abuso hacia los baka", dice Hurran. Pero también hay políticas gubernamentales como un decreto forestal que ilegaliza todo tipo de caza en zonas protegidas —incluso la considerada "tradicional"— yendo en contra del Convenio sobre la Diversidad Biológica del que Camerún forma parte desde 1994. "Los baka tienen que solicitar permisos de caza incluso para zonas fueras de las oficialmente protegidas, y son caros y difíciles de obtener", apunta Hurran.

Otro de los afectados que mira hacia atrás con con nostalgia es Jean. En su caso, la acelerada incursión en la sociedad le hizo acabar en un lugar que hoy se conoce como Assok, situado a escasos kilómetros de la frontera congoleña. Jean calcula que tiene unos 57 años, aunque confiesa entre densas bocanadas de humo que no lo puede asegurar con exactitud porque cuando él nació no había actas. "Todo era distinto. Íbamos desnudos, cazábamos y pescábamos. La selva nos proveía de todo lo que necesitábamos. Nunca tuvimos ningún problema".

Todo era distinto. Íbamos desnudos, cazábamos y pescábamos Jean, pigmeo baka

Tal y como recuerda el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de OHCHR, los pigmeos están considerados población indígena de Camerún. Es decir, ellos fueron los primeros pobladores del territorio. Y este matiz es importante porque el artículo 26 de la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas establece que "tienen derecho a las tierras, territorios y recursos que tradicionalmente han poseído, ocupado o utilizado, o adquirido".

Así, los pigmeos de Camerún han tenido que adoptar otras costumbres más sedentarias y alejadas de sus tradiciones, como la recolección de los alimentos a través de un huerto que crece tras sus casas. "Cuando llegamos a este sitio no había nada y tuvimos que limpiar la zona y construir todo desde cero", asevera Jean.

Para los baka, el método tradicional de construcción de viviendas también pasaba por el abastecimiento directo de la selva. Las mujeres cortaban finos troncos que, pacientemente, colocaban en unos surcos cavados a golpe de machete y reblandecidos con agua. Una vez plantada la ristra de tallos, estos se doblaban para entrelazarse entre sí y se coronaban con grandes hojas de palma que hacían las veces de techado.

Este tipo de viviendas ha pasado a utilizarse como cocinas y también como alojamiento temporal si una familia tiene algún visitante inesperado. "Algo así como una tienda de campaña", explica Samson, de unos 40 años y también vecino de Akonetyé, mientras observa como su mujer, Julie, atraviesa la carretera cargada con un ramillete de estos troncos.

Ella cruza casi sin mirar, como si quisiera ahorrarse la visión que monopoliza el tránsito de vehículos por esta serpiente de asfalto. A excepción de alguna moto que transporta a los vecinos de una a otra población, los principales usuarios de la carretera son los intermitentes camiones que trasladan enormes troncos desde la selva hasta la ciudad costera de Douala para su posterior exportación. Si los pigmeos no habían tenido suficiente con ser expulsados de su tierra, también están obligados a ver el goteo incesante de vehículos que desmantelan lo que hasta hace medio siglo llamaban hogar. Cabe recordar que el artículo 10 del Convenio sobre la Diversidad Biológica establece que "cada parte contratante, en la medida de lo posible y según proceda, protegerá y alentará la utilización consuetudinaria de los recursos biológicos, de conformidad con las prácticas culturales tradicionales que sean compatibles con las exigencias de la conservación o de la utilización sostenible".

A nosotros no nos gustan los problemas, nos gusta la justicia Jean, consejero baka

Jean golpea ligeramente uno de los muros de adobe que conforman las viviendas actuales y empieza a enumerar los sinsentidos que encuentra a su nueva forma de vida, como el hecho de que tengan que pedir permiso al Gobierno para plantar su huerto o que sus viviendas, en realidad, no les pertenezcan. "Es decir, que si yo tiro abajo este muro resulta que puedo ir a la cárcel ¡por romper mi propia casa!". El anciano es, además, el primer consejero de los baka. Se encarga, entre otras cosas, de mediar entre sus convecinos cuando surge alguna disputa que perturba la tranquilidad. "A nosotros no nos gustan los problemas, nos gusta la justicia". Por ese motivo dejó de beber hace años, para poder ganarse el respeto de los demás y, de paso, poder dedicar ese dinero a su familia.

La dependencia del alcohol

Si hay un problema grave que afecta a los pigmeos es el alcoholismo. No es difícil que en cada rincón de los poblados yazcan abandonados restos vacíos de sachets, unas pequeñas bolsas que contienen cinco centilitros de whisky o ginebra: más de 40 grados de alcohol concentrados en inocentes saquitos de plástico que los baka beben sin titubear desde primera hora de la mañana.

Aunque la cercanía de la carretera facilita el acceso a estos licores, el problema con la bebida no es un efecto directo del desplazamiento forzoso ya que antes su lugar lo ocupaba el vino de palma. El alcohólico líquido blanco que se obtiene de la destilación directa de la planta goza de gran presencia en la región de África central y los baka continúan consumiéndolo mediante viejos recipientes de plástico cuando no tienen sachets a mano.

"Empiezan a beber desde jóvenes, como una forma de demostrar su hombría, pero pronto se convierte en una actividad social y eso dificulta su control", explica Desirée, un estudiante camerunés que trabaja con ellos desde hace años a través de la ONG Zerca y Lejos. Incluso los niños tienen un contacto muy temprano con el alcohol ya que las mujeres no cesan de beber ni durante el período de lactancia.

La expulsión de la selva tuvo —y tiene— también consecuencias muy directas en la salud de los bakaporque han comenzado a padecer enfermedades que nunca antes habían experimentado. La falta de acceso a los servicios sanitarios y lejos de los lugares donde encontraban los ingredientes necesarios para elaborar sus remedios tradicionales a los que estaban acostumbrados solo empeora sus circunstancias.

Hurran confirma este notable deterioro en la salud de los baka y lo achaca a causas como el cambio en la dieta o incluso la percepción más directa del sol que sufre la piel. "Una mujer me dijo que estaban casi obligados a beber alcohol para olvidar sus problemas".

Empiezan a beber desde jóvenes como una forma de demostrar su hombría, pero pronto se convierte en una actividad social y eso dificulta su control Desirée, cooperante en la ONG Zerca y Lejos

Julie, de 21 años, amamanta a su segundo hijo mientras explica con preocupación que el primero todavía no camina aunque ya debería. También Salomé sostiene en brazos a su bebé, aquejado desde hace días de una enfermedad que desconocen y que no saben cómo tratar. La última noche la volvieron a pasar en vela, yendo y viniendo por el poblado, probando uno y otro remedio sin éxito. Confiesan que, esta vez, ni siquiera han intentado ir al hospital. Saben que una vez allí sufrirán la discriminación de una exclusión social étnica y que tampoco podrán hacer frente al sistema de pago que la asistencia sanitaria requiere en Camerún. Así que continúan probando remedios naturales, de momento sin éxito.

Este aterrizaje forzoso en un sistema capitalista que no acaban de comprender ha convertido a algunos pigmeos en auténticos buscavidas, capaces de engañar incluso a miembros de su propia comunidad por rapiñar un par de miles de CFAS (menos de tres euros) o hacerse con algún sachet extra. Por eso la figura de consejero de los baka que ejerce Jean se ha vuelto tan importante en el poblado. Custodiado por cuatro adolescentes que aparentan mucha más edad de la que tienen, el sabio expone el razonamiento de sus veredictos finales, que son acatados casi sin rechistar cada vez que surge alguna disputa interna.

En los días especiales, el poblado entero se reúne frente a la choza del consejero para cantar y bailar durante horas acompañando la caída del sol. Una suerte de caos sonoro —al que todo el mundo parece encontrar el ritmo sin problemas— se apodera de la pequeña explanada. Danzan en círculo guiados por el grito agudo de una de las mujeres y seguido por el resto de manera imperturbable. En un lateral, cuatro hombres se sientan junto a sendos bidones de gasolina vacíos que su palmeo decidido convierte en improvisados djembés.

Y es entonces cuando Alphonse, sobrino de Samson, saca el abalé y los decibelios de los cánticos se elevan. Este instrumento local consiste en una especie de riñonera trasera hecha con pelos de rafia y coronada por un cilindro metálico agujereado cuyo contenido granulado crea un sonido a medio camino entre el cencerro y las maracas cuando el portador lo agita al son de sus caderas.

Mientras el baile va ganando fuerza, siempre hay alguien que se encarga de seguir repartiendo los pequeños sachets de mano en mano, de una forma que se antoja hasta clandestina. Como si en el fondo supieran que algo en ese gesto no está del todo bien. "Es la motivación", se apresura a matizar Alphonse. "Es necesaria si queremos seguir bailando hasta el anochecer".

Aún faltan horas para que se ponga el sol. Parece que el ritmo de los sachets continuará su pulso a la música todavía un rato más.

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