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Tribuna
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Una chica mágica

La literatura y el cine prometen el regreso de todo lo perdido en el mundo exterior

Gustavo Martín Garzo

Una de las películas más singulares y perturbadoras de las estrenadas el año que acaba de terminar es Magical Girl, de Carlos Vermut. Su protagonista es una niña de doce años enferma de leucemia. Su gran pasión es una serie japonesa titulada Magical Girl Yukiko y su padre decide regalarle un vestido como el de la protagonista de la serie. Pero el vestido, diseñado por un modista famoso, vale una fortuna y para conseguirla el padre chantajea a Bárbara (Bárbara Lennie), una mujer con problemas mentales con la que ha pasado una noche. La primera escena de la película nos muestra a Bárbara cuando todavía es una niña. Está en clase y su profesor la reclama un papel que acaban de pasarle sus compañeros, pero ella en vez de entregárselo lo hace desaparecer desafiante ante sus ojos. Walter Benjamin habló de la sabiduría de la mala educación, señalando que la verdadera razón de la mala educación de los niños es su fastidio por no poder vivir una vida marcada por lo excepcional. Por eso los niños sensibles y soñadores no saben renunciar a la magia. Alicia (la niña enferma) la buscará en sus fantasías, en su propio interior; Bárbara, en su vivir dislocado, en conflicto permanente con su entorno.

Ambas viven en las afueras, en el territorio de lo Otro. De lo Otro absoluto: la muerte; pero también de lo extraño, lo diferente: el territorio de la santidad, pero también de lo atroz, de lo oscuro, de todo aquello que desafía nuestra cordura. Franz Kafka no dejó de visitar ese territorio. Se traía de allí insectos, ratones cantores, ardillas, carretes olvidados, sirenas que hechizaban con su silencio, jinetes que volaban sobre cubos de carbón, monos que hablaban como académicos. Carlos Vermut, el director de Magical Girl, se ha traído dos niñas. Una niña santa (los santos siempre se están muriendo) y una endemoniada. ¿Son acaso la misma? ¿Las niñas mágicas se vuelven malignas al crecer? Es posible que sea así, porque ¿cómo vivir con un poder como el suyo? Thomas Hardy tienen un poema que se titula El vestido rosa. Trata de una muchacha campesina que se lamenta de su suerte, ya que su marido está a punto de morir y comprende que nunca podrá estrenar el vestido que acaba de comprarse y se verá obligada a pasar el resto de su vida encerrada en su casa. El vestido representa esa vida que ya nunca podrá tener. En el folklore ciertos vestidos, como pasa en Cenicienta, son un símbolo del alma. Emily Dickinson habla, en uno de sus poemas, de la vida como un vestido prestado y precioso que tendremos que devolver. Si Bárbara actúa como lo hace es porque en algun rincón de su memoria aún late la memoria de ese vestido sin estrenar (la memoria de su propia alma). La locura, que es la forma más extrema de la mala educación, es no querer renunciar a llevarlo. La niña que hace desaparecer los objetos se transforma al crecer en una mujer que siembra la desdicha por donde quiera que va, como si ese fuera el precio que hay que pagar por no renunciar a ese vestido. Seduce a su profesor, quiere tirar los bebés por la ventana, escucha canciones que no existen, miente a su marido, frecuenta casas de prostitución, deja a su paso un rastro de sinsentido y muerte.

Necesitamos películas como ‘Magical Girl’, por su belleza y su horror

Pero los otros -los señores de la realidad- no son mejores. El padre de la niña enferma se transforma en un chantajista; el profesor, en un criminal; el marido de Bárbara, en un psiquiatra que desoye las enseñanzas de los sueños; la amiga y antigua amante, en una vulgar regente de una casa de citas. ¿Y qué decir de la mansión misteriosa a la que Bárbara se dirige para conseguir el dinero que necesita? Hay allí varias puertas, y cada una de ellas conduce a un cuarto más extraño y temible que el anterior.

En la película se contraponen dos figuras: la de la niña transfigurada por el vestido mágico, y la de la mujer sin rostro. Son las dos imágenes esenciales del cine: la del cuerpo transfigurado por el amor o el encanto, y la del cuerpo sin rostro, que representa la imposibilidad de amar. El hombre invisible esconde ese vacío vendándose la cabeza, y el Fantasma de la ópera, al que un desdichado accidente ha desfigurado, detrás de una máscara. No tener rostro, estar privado de humanidad, es también la tragedia del hombre lobo, y del Conde Drácula, que sufre el dolor lacerante de carecer de reflejo. La pérdida del rostro supone la caída en la animalidad o en el vacío de significación. Su opuesto es el rostro transfigurado por el amor: y aquí los ejemplos son inumerables, pues esa raíz contemplativa es la esencia misma del cine, ya que el cine es el reino de las chicas mágicas.

Todo en esta película resulta perturbador y casi inverosímil, sin embargo no podemos dejar de tener la sensación mientras la vemos de que habla de lo que sucede entre nosotros como esas otras más realistas, y sin duda preferidas por casi todos, no logran hacer. Sus imágenes hablan de los dueños de la realidad, de su apego al poder y al dinero, de su oculta e insaciable perversidad. ¿No es extraño que el padre elija para recibir el dinero del chantaje un libro de la Constitución Española? Aun más, esa casa a la que Bárbara se dirige para conseguir lo que necesita, ¿no es también la casa donde perderá su rostro? ¿Quién es su anfitrión? Desfigura a sus huéspedes, les arrebata su sueños, representa a todos los poderosos de este mundo y sus prácticas oscuras. Es lo contrario que Yukiko, la niña mágica del cómic japonés, cuyo vestido está hecho de luz.

En el folclore ciertos vestidos, como pasa en Cenicienta, son un símbolo del alma

King Vidor hizo en los años treinta una película que se titula Noche nupcial. En ella, un escritor en plena crisis creativa regresa al pueblo del que procede su familia para aislarse del agitado mundo social que le está consumiendo. Conoce allí a una muchacha campesina. Se ven cada día, pues es ella quien le lleva la leche. El escritor empieza a escribir sobre la muchacha y el mundo que la rodea, un mundo brutal en que la mujer apenas es otra cosa que una bestia de carga, y no tardan en enamorarse. Hasta que estalla la tragedia y la chica muere. Entonces el escritor recuerda las tardes que los dos pasaron juntos y comprende que nada podrá separarlos, pues basta que alguien abra el libro que escribió a su lado para que ellos vuelvan a encontrarse en los pensamientos de quien lo lea. La magia que no crea, sino que llama, escribió Kafka. Esa llamada habla del eterno retorno de las cosas, hace que los que hemos sido en el pasado continuen vivos hasta el fin de los tiempos.

La película de Carlos Vermut termina como empieza, y si en la primera escena hemos visto a una Bárbara niña haciendo evaporarse el papel de la infamia ante los ojos de su profesor (José Sacristán), en la última vemos como éste hace desaparecer entre sus manos el magnetofón donde están las pruebas que la pueden acusar. Es un final abierto, que cabe interpretar de muchas maneras. A mí me gusta pensar que es la chica mágica, Yukiko, quien le ha dado ese poder. Es verdad que José Sacristán dispara sobre ella, pero la pervivencia de la magia nos habla de su misteriosa presencia más allá de la muerte. La literatura, el cine, el arte en su conjunto, son el refugio de la magia en el mundo: prometen la resurrección, el regreso de todo lo perdido en el mundo exterior. Por eso necesitamos películas como Magical Girl -su belleza, su horror-, porque un mundo sin resurrección es un mundo de fantasmas (como este que tenemos).

Gustavo Martín Garzo es escritor.

 

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