En busca de Cervantes
William Shakespeare y Miguel de Cervantes ni murieron el mismo día ni desde luego fueron enterrados con el mismo celo. El primero yace en el mismo lugar en que fue bautizado, la Holy Trinity Church de Stratford-upon-Avon, y lo hace desde 1616. El más importante escritor en lengua castellana descansa en una cripta de un convento madrileño, las Trinitarias, si es que sigue allí o no se ha confundido con otros restos que allí reposan, que todo puede ser en 400 años de abandono. El caso de la tumba de Cervantes, creador del inmortal Don Quijote de La Mancha, es una prueba, iba a decir viva, de cómo este país trata a sus genios, incluso en la muerte: de la cuna a la sepultura, con la más absoluta indiferencia. ¿Cómo es posible que el cuerpo de Cervantes ande vagando, cual espíritu itinerante, a estas alturas de la historia? Dice el epitafio de Shakespeare, escrito de su puño y letra: “Buen amigo, por Jesús, abstente / de cavar el polvo aquí encerrado. / Bendito sea el hombre que respete estas piedras / y maldito el que remueva mis huesos”. Temía el inglés universal que pudieran moverle a un lugar distinto del por él elegido, de ahí su admonición condenatoria. Parece mentira que su colega don Miguel, que escribió lo que no está escrito y que tan bien conocía a sus paisanos, no dejara atado y bien enterrado su sueño eterno. O quizás por eso mismo, porque nos conocía demasiado, aceptó su destino corpóreo como un caso perdido.— Gonzalo de Miguel Renedo.
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