Arte urbano, arte herido
Eso que se da en llamar "arte público" —arte que ha aceptado renunciar al museo o la galería— sabe que, colocado a la intemperie, va a conocer el valor radical de lo que implica haber sido literalmente expuesta, no sólo en el sentido de exhibida, sino también en el de puesta en peligro. Al modificar su forma de inscripción y visibilidad, la obra de arte asume el riesgo de conseguir lo que busca, que es llamar la atención, atraer a alguien que no es un mero espectador, un amante pasivo, sino un actor en condiciones de completar un trabajo de creación que se supone abierto. La obra de arte está ahí, pública, es decir accesible a todos, potencialmente sometida a interpelaciones que pueden llegar en consistir en eso que suele calificarse como "vandalismo". Pero, ¿acaso, en ese caso extremo, no será esa violencia una manera de completar la propia obra del artista y de convertirla en auténticamente pública, auténticamente urbana?
Tomemos un ejemplo radical de ello. El 10 de junio de 1995, en Medellín, una bomba atentó contra una fiesta por la paz que se desarrollaba en el Parque de San Antonio, en el centro de la ciudad, junto a la Avenida Oriental, al lado de la iglesia de San Antonio de Padua. En el atentado murieron 23 personas y 200 resultaron heridas. A pesar de ello, el escenario de aquel horror fue de nuevo reconquistado por los usos populares y acabó constituyéndose en marco para conciertos gratuitos y lugar de destino de todo tipo de público, desde clases medias que acudían a comprar a los cercanos almacenes a gente humilde que bajaba a pasear por el centro desde las comunas del norte de la ciudad. Los domingos por la tarde es todavía lugar de reunión de la población negra procedente del Chocó y del Urabá antioqueño.
El artefacto fue colocado junto a una estatua en bronce de Fernando Botero, Pájaro, que quedó gravemente dañada por la explosión. Se suscitó un debate a propósito de cual debía ser la suerte de la obra semidestruida, si debía permanecer allí como cicatriz de una ciudad atormentada o si cabía sustituirla por un duplicado que el propio artista había preparado. Por fin se decidió adoptar las dos decisiones: se instaló la nueva escultura justo al lado de la destrozada, que fue mantenida en su lugar original. La afectada por la explosión pasó a titularse Pájaro herido y la nueva versión Pájaro de la Paz. Contemplando, una junto a la otra, uno se pregunta si, de las dos, es la medio destrozada, la que testimonio de dolor y de muerte, la que merece ser reconocida, como escribiera Jairo Montoya, en tanto que “marca evidente de un espacio público ciudadano, en un símbolo urbano verdadero”.
En marzo de 2009, las dos esculturas fueron trasladadas al interior de un centro de convenciones. Las autoridades habían decidido que era mejor olvidar.
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