De escritores y cómicas
Es asombroso cuánto las memorias ayudan a comprender el presente y, sobre todo, el día de mañana
La otra tarde, sin venir a cuento, me colé en el Teatro Español. Tengo una devoción infantil por los oficios manuales y quise pasar un rato en la peluquería del teatro para ver a Antoñita, viuda de Ruiz, ponerle la peluca al actor Juan Diego, que andaba estos días pasados encarnando a Ricardo III. Un cómico español no puede decir que haya sido bautizado en su oficio si no ha dejado su cabeza en manos de Antoñita, viuda de Ruiz, que así quiere que la nombren, con ese título nobiliario que recuerda a su difunto, maestro de posticería, prendas de cabeza y maquillaje teatral. La peluquería del Español bullía una hora antes de la función y con el ruido de los secadores parecía estar uno dentro de un helicóptero. De pronto, entró una dama en quimono. Tan delicada que tenía un aire verdaderamente oriental. Era Asunción Balaguer, viuda de Rabal, que también pasea la memoria de su Paco allá por donde vaya. Le dije que había conocido a su marido en el estreno de Goya en Burdeos y, con esa naturalidad de las ancianas para hacer un aparte en medio de la multitud, Asunción contó que el actor murió mientras sobrevolaban Burdeos, y que antes de comenzar con la crisis que le conduciría a la muerte pronunció su último deseo, “ahora me tomaría un benjamín”. Lo cual me parece el colmo de saber apurar la vida hasta el último sorbo.
Yo andaba esos días sumida en el mundo de esa generación porque acababa de terminar La dulce España, las memorias de Jaime de Armiñán, y los nombres de Fernán Gómez, de Borau, de Rabal o de Elena Santonja paseaban conmigo en mis brujuleos madrileños. Una quisiera heredar algo de aquella brillante generación, de su forma irónica de entender la vida, de ese humor continuo y punzante que jugaba con el lenguaje, con la alegría y la desdicha. Leer las memorias de Armiñán es como escucharlo a él, de tal forma que aunque su narración termina en los años cuarenta, yo la completo hasta nuestros días gracias a que nos hicimos amigos de toda la vida en el AVE hace dos meses, de camino a Málaga, y ahora ya nos encontramos en la extraña tesitura de echarnos de menos, sin acordarnos de ese pasado reciente en el que no nos conocíamos. Hemos quedado en mandarnos postales mientras estamos lejos, que es un acto hermoso de amistad vintage.
Pasar de los ojos de Asunción a los de Terele es como saltar de un planeta a otro, de la dulzura a la fuerza
Salí de la peluquería y anduve por los pasillos del teatro, sin perderme gracias a que iba de la mano del actor y peluquero Chema Noci. Él fue quien me abrió la puerta del camerino de Terele Pávez y me dio un empujón para que entrara a decirle a tan enorme cómica cómo la admiro desde que existo, prácticamente. Pasar de los ojos de Asunción a los de Terele es como saltar de un planeta a otro, de la dulzura a la fuerza, del ojo guiñado al ojo de par en par. Le dije, por no perderme en halagos vacilantes, que acababa de leer Vidas y muertes de Luis Martín-Santos, la biografía del escritor escrita por José Lázaro, donde ella aparece en las primeras páginas, y es que la noche antes de que el autor de Tiempo de silencio tuviera el accidente de coche que le costó la vida estuvo de juerga madrileña con un amigo y terminaron en casa del pintor Rafa Ruiz Balerdi, que en aquellos días era novio de la actriz. Martín-Santos miraba al pintor y le preguntaba admirado: “Pero ¿de dónde has sacado a esta chica?”. Porque esa chica, Terele, era un prodigio de modernidad para ese año, 1964, en un país como España. Se lo recordé a Terele, que sigue teniendo la mirada intensa de aquella joven que fue, y me lo cuenta entonces de viva voz, me habla de esa posible amistad que se truncó en la noche de su inicio, porque el novelista y la cómica conectaron en humor y viveza y aquellas dos horas que pasaron juntos prometían futuros encuentros.
Son libros que he devorado a un tiempo, las memorias de Armiñán y la biografía de Martín-Santos, leyéndolos en habitaciones diferentes para no mezclar las andanzas de sus protagonistas, pero integrando sus aventuras vitales en eso que es ciertamente lo que deberíamos entender como memoria histórica, el conjunto de las experiencias individuales, esas que nos hacen entender cómo vivía la gente en el pasado: el novelista hijo de general, por ejemplo; el guionista y director hijo de gobernador civil en tiempos de la República y de Carmita Oliver, cómica, y así. Que leyendo memorias se aprende del pasado es algo sabido, pero lo que encuentro asombroso es cuánto ayudan a comprender el presente y, sobre todo, el día de mañana, en el que todos nos habremos de convertir en un puñado de recuerdos de otros.
Si una pudiera contribuir a que estos libros no se perdieran, que no cayeran nunca en el olvido. ¿No tiene tanto afán la gente por recuperar la memoria de aquellos a los que debemos tanto? ¡Que lean! Pueden tener el pasado entre sus manos a precio de saldo. Por fortuna, hay jóvenes editores que se han puesto a la tarea de recuperar libros del limbo de la descatalogación y ahí está El tiempo amarillo, de Fernán Gómez, disfrutando de una nueva vida para que los nuevos lectores entiendan por qué lo admiramos tanto. Cuando al terminar un año se piden listas de novedades, a mí me gustaría hacer mi lista de los diez libros rescatados. Libros que no han de decepcionar, porque, ya se sabe, lo clásico siempre gusta.
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