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Con Cuba

España tiene que respaldar y acompañar la andadura de los cubanos hacia la libertad

Han bastado 18 meses de negociaciones secretas entre EE UU y Cuba para poner fin a más de cincuenta años de relación hostil, dejar a Corea del Norte como último vestigio de la guerra fría y abrir una nueva etapa en las Américas. De este momento histórico que abre un proceso de cambios cuyos ritmos y consecuencias tan sólo se pueden vislumbrar, España no puede estar ausente. Por razones políticas, históricas y culturales. Y por motivos emocionales.

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La pérdida de Cuba, cuyo recuerdo aún vive en la memoria de muchas familias, estuvo en el origen del primer esfuerzo regeneracionista —ese anhelo social tan presente ahora— de la sociedad. Mucho después, la revolución castrista marcó a toda una generación de jóvenes. Entre dos Gobiernos antagónicos que coincidían en sus sistemas dictatoriales, la estrecha relación con la isla sobrevivió durante el franquismo. Y cobró auge con la Transición, hasta el punto de pensarse que sus enseñanzas podrían ser tenidas en cuenta por un régimen ya para entonces enrocado en el inmovilismo. Los Gobiernos democráticos posteriores trataron con mayor o menor fortuna de facilitar una apertura en el terreno de derechos humanos en La Habana e impulsaron las inversiones, principalmente en el sector turístico, al paso que esta desarrollaba una política de tibias reformas puramente reactivas a su colapso económico.

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Hoy, cuando la libertad parece estar llamando por fin a las puertas de Cuba, España tiene que acompañar a los cubanos en su nueva andadura: apoyando su modernización política, económica y social, con claridad, consistencia y realismo; consciente de los límites de su capacidad diplomática —pero poniendo en valor la dimensión europea— y consciente también de que al restablecer relaciones con Cuba, EE UU restaura sus relaciones con toda América Latina. El acuerdo entre Obama y Raúl Castro tendrá efectos hemisféricos —“todos somos americanos”, dijo el presidente estadounidense el día del anuncio— y obligará a un reacomodo de los países de la región: empezando por la Venezuela chavista, que a su desplome económico sumará ahora su aislamiento político, y terminando por el expresidente colombiano Álvaro Uribe, cuyas denuncias de la “conspiración castro-chavista” perderán sentido.

En este periodo que ahora termina, Cuba ha ejercido una extraordinaria influencia en el continente, desde su viejo apoyo a las guerrillas —transformado luego en respaldo a los comunistas ortodoxos— hasta la más reciente bendición del proyecto bolivariano de Chávez y sus acompañantes. Pero, sobre todo, ha ejercido un enorme ascendiente cultural e ideológico sobre los corazones y las mentes de generaciones de latinoamericanos que veían en La Habana a una nueva Roma del antiimperialismo. Lo ocurrido esta semana marca definitivamente el fin de una retórica que hizo de la más burda interpretación de la teoría de la dependencia su doctrina principal.

Es pronto para anticipar con detalle los pasos de la necesaria transición cubana; y sería iluso creer que no habrá dificultades y contratiempos en el camino que emprende ahora la isla. Tampoco serán menores las resistencias que Obama encontrará para deshacer el nudo gordiano del embargo. Pero no es pecar de optimista concebir los efectos que habrá en la liberalización de un régimen agotado, cuyos mecanismos de control social previsiblemente se debilitarán ante una población por fin con nuevas perspectivas en un contexto global de cambio de valores y relaciones.

Cuba entró el pasado día 17 en el siglo XXI político. Sería inexcusable que la España que tiene en su memoria a aquella perla de las Antillas, la que por encima de regímenes y políticas supo conservar los vínculos con la isla y mantener a Cuba en el corazón, no estuviera ahora comprometida al máximo en el apasionante y difícil camino que emprenden los cubanos.

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