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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuarenta y tres

Un número, el de unos hombres asesinados, vale más que millones de palabras

Juan Cruz

En la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que acaba este domingo, escritores, visitantes, editores, viven el escalofrío de Iguala, la matanza atroz de jóvenes estudiantes a los que las autoridades que representan allí el Estado, mezclados con narcotraficantes y pistoleros, persiguieron, torturaron y mataron tan sólo porque les molestaban.

La narración de los hechos (que EL PAÍS ha descrito con horror) alcanzan ahora, en la Fil, en México, en el mundo, el carácter de símbolo de la barbarie que supone el ensañamiento. Aquellas autoridades explicaron a sus secuaces más amañados para el crimen que querían despejada la zona para una determinada fiesta, familiar o política, y acataron de tal modo la orden que agarraron a los jóvenes, los hacinaron hasta la muerte en un camión cualquiera, los trasladaron sin piedad en esas condiciones de hacinamiento hasta el destino fatal, que fue el destino final.

Los acribillaron, los incineraron, los dejaron en la cuneta de la historia, 43 jóvenes vidas simbolizando ahora el momento más delicado de México desde la matanza de Tlatelolco (1968). Esa matanza quedó, en la historia de este país grande, como un agujero negro que no pudieron interpretar hasta el fondo de su horror ni sus más sagaces filósofos, ni sus más esclarecidos poetas, ni sus más aguerridos periodistas, de modo que sigue siendo materia de reflexión sobre la banalidad del mal.

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Este de Iguala es un mojón nuevo en este relato con que el hombre va ensuciando su historia, y como la perplejidad es tan grande los que la sufren esperaban, de parte de las máximas autoridades del Estado, una reacción, un consuelo, la expresión del candor solidario que un ser humano debe mostrar por otro. Las palabras (de Peña Nieto, de los suyos) vinieron muy tarde y la gente las recibió como vinieron, a destiempo, de modo que el país está en llamas, se está produciendo un fuego increíble, en la prensa, en las calles, en esta misma Feria del Libro, que en otros tiempos era como una carcasa dentro de la cual los escritores hablaban de la imaginación y de sus asuntos y que ahora hierve con la conversación más grave (me lo decía Brian Nissen, un inglés artista que vive acá desde hace décadas, me lo decía Juan Villoro, me lo decía Elena Poniatowska, lo decía Enrique Krauze, lo decía Fernando del Paso, que es ahora el más destacado de la tribu de grandes escritores mexicanos): el Estado falló, la vergüenza nacional merita otro modo de actuar, y a Peña Nieto le cae la última responsabilidad de restaurar el Estado de derecho.

Que eso se diga desde el estrado más protocolario de la literatura, el presidium solemne de la inauguración de esta feria, al lado de uno de los grandes intelectuales del mundo, Claudio Magris, significa mucho más que una protesta. Es un repudio que atraviesa México de parte a parte en las alas oscuras del estupor. La gente se manifiesta y grita; ese número, el 43, en las solapas de los que cruzan estos días esta feria es un apunte tan solo de lo que siente México, y de lo que sentimos por México. Esos 43 ya son miles, millones de 43, andando en medio del ruido de lo incomprensible. “Viva México”, decimos también, solidaridad con un país que ahora sabe que un número, el de unos hombres asesinados, vale mucho más que millones de palabras.

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