El riesgo de hacer demasiado poco
Hace tiempo que debería haber una política presupuestaria y fiscal común
Hace tiempo que, en España, el debate entorno a la crisis ha sido acaparado por discursos simplistas y desahogos viscerales que impiden abordar con serenidad la raíz del problema económico actual.
Uno de esos discursos es el que achaca la crisis económica a la alegría irresponsable de haber vivido por encima de nuestras posibilidades. Otro es el que establece una relación de causalidad unidireccional entre corrupción, endeudamiento y crisis económica.
En ambos casos resulta muy atrevido construir discursos sobre las causas de nuestro endeudamiento sin tener en cuenta los fundamentos económicos que subyacen a la crisis. Convendría no olvidar que incluso un comportamiento racional y éticamente intachable puede derivar en algo desastroso si las reglas del juego económico (capitalista o comunista, como ustedes prefieran) no están correctamente diseñadas.
Son muchas las ocasiones en las que el Gobernador del Banco Central Europeo se ha referido al diseño de estas reglas y a la necesidad de completar el entramado institucional de la zona euro. El riesgo de hacer demasiado poco en esa dirección es un mensaje recurrente en las últimas intervenciones públicas de Mario Draghi quien, en más de una ocasión, ha recurrido a la perspectiva histórica de los años treinta del pasado siglo para reflexionar sobre las necesarias reformas estructurales del momento presente.
Es utópico pensar que el euro pueda funcionar sin una cohesión política
De dónde venimos. Durante la década anterior al inicio de la crisis de 2008, los precios en la economía española crecían anualmente un punto más que el promedio de la zona euro y, sin embargo, disfrutábamos del mismo tipo de interés que los demás Estados miembros. Sabemos que el boom del crédito en nuestra economía fue consecuencia de habernos “beneficiado” de tipos de interés inferiores a lo que nos habría correspondido si España no se hubiera integrado en la moneda única.
El IPC estuvo por encima del Euribor durante cuatro años, entre el verano de 2002 y el verano de 2006. En el mismo periodo, el precio del metro cuadrado de vivienda nueva creció por encima del 10% anual mientras el tipo de interés de la hipoteca media no llegaba al 5%. Los tipos de interés reales negativos convirtieron en racional la opción de consumir a crédito. El resultado, lo sabemos, fue desastroso. ¿Hasta qué punto tiene esto que ver con la corrupción, la irresponsabilidad del consumidor y los demás juicios morales que a menudo se emplean para explicar el origen de la crisis?
En realidad la economía española actuó de manera previsible ante unos incentivos que eran económicamente perversos. Y el ahorrador centroeuropeo contribuyó al desastre, aunque no sea consciente de ello, poniendo su dinero a nuestra disposición a través del mercado interbancario. El resto lo hizo la condición humana (lo que no justifica los abusos e irresponsabilidades de cada cual).
Según el Banco de Pagos Internacionales los activos de bancos extranjeros en España pasaron de 176.603 millones de dólares en 1999 (28,6% del PIB) a 1.159.021 millones en 2007 (80,4% del PIB). El origen de ese tsunami monetario, equivalente a 51,8 puntos de PIB, habla por sí mismo: 37,0 puntos correspondían a bancos de países de la zona euro (de los que casi 30 puntos provenían de Alemania, Francia y Holanda) y otros 5,7 puntos a bancos del Reino Unido. El resto del mundo, incluyendo los demás bancos europeos fuera del euro, se repartía los 9,1 puntos restantes.
A dónde vamos. Sabemos bien que esto ocurrió porque los Estados miembros de la zona euro se han privado de sus respectivos tipos de cambio y tipos de interés pero, a cambio, no se han dotado de las herramientas fiscales y presupuestarias comunes que deberían ser complementarias a la moneda única.
La economía española actuó de manera previsible ante unos incentivos económicamente perversos
Y sabemos, también, que compartiendo el tipo de interés y el tipo de cambio, pero teniendo diferentes inflaciones, se seguirán formando burbujas en la Europa del Sur financiadas con ahorro de la Europa del Norte. A menos, claro está, que se produzca una convergencia de productividad e inflación entre las diferentes economías de la zona euro.
Esa convergencia es deseable y a ella van encaminadas las reformas estructurales que preconizan los organismos internacionales. Las dificultades a este respecto son conocidas, especialmente la escasa movilidad geográfica laboral y las demás barreras históricas y culturales.
Ahora bien, antes de que existiera la moneda común en Europa, ¿no había en Alemania, Francia, Italia y España regiones menos productivas y más inflacionistas que otras sin que por esto se viniera abajo la economía de esos países? ¿Por qué pueden convivir regiones con diferentes inflaciones y productividades en el seno de un Estado miembro de la zona euro y, en cambio, estas mismas diferencias entre los Estados miembros de la Unión han terminado por conducirnos al escenario económico actual?
La respuesta a estas preguntas es la misma. O estamos dentro de “algo” o no lo estamos. No es que la zona euro no funcione porque no pueda funcionar, como a veces se afirma, sino que no funciona correctamente porque no nos damos los medios para que así sea.
El mismo Mario Draghi ha reconocido que difícilmente saldremos del atolladero en que nos encontramos con el único concurso de la política monetaria. Por muchas vueltas que le demos al papel del Banco Central Europeo, el problema de fondo es que el diseño actual de la zona euro es incompleto.
A veces parece que Europa dejó de construirse el día que entramos en el euro, como si aquello fuera un fin en sí mismo. Hace tiempo que tendríamos que haber dado pasos decisivos hacia la creación de una política fiscal y presupuestaria común. ¿Revisando el principio de soberanía presupuestaria nacional? Probablemente sí. Lo verdaderamente utópico es pensar que el euro puede funcionar de manera eficiente sin una cohesión política que lo respalde.
Daniel Fuentes Castro es economista, ha trabajado en el Banco de Francia y ha sido profesor en las universidades de Vigo y Zaragoza.
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