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Columna
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Dimisión

Ahí siguen todos aferrados al cargo, aguantando los chaparrones con desfachatez coriácea y siendo además entusiásticamente secundados por quienes deberían tomar medidas contra ellos

Rosa Montero

 Una de las costumbres patrias que más me sacan de quicio es esa asombrosa, titánica resistencia a la dimisión que hay en España. Aquí no dimite nadie ni aunque lo encuentren degollando a un niño en la Puerta del Sol en hora punta. Siempre alegará que las 1.000 personas que le vieron se confundieron, o mintieron, o no tuvieron en cuenta lo mucho que sufrió al tener que rebanarle el cuello al infante y lo muy necesaria que era la degollina. Ahí siguen todos aferrados al cargo, aguantando los chaparrones con desfachatez coriácea y siendo además entusiásticamente secundados por quienes deberían tomar medidas contra ellos. Quiero decir que aquí no dimite nadie porque nadie les obliga a dimitir. Tomemos un caso cercano y evidente: la calamitosa gestión del consejero Rodríguez con la crisis del ébola. En realidad deberían irse todos, empezando por Mato; pero en pro de la eficacia didáctica del ejemplo me limitaré a hablar de Rodríguez, cuyo comportamiento ha sido tan repetidamente catastrófico, indignante e insultante que estoy segura de que hasta los votantes del PP piensan que deberían haberlo echado. Pero ahí sigue. Y aquí es cuando me pierdo, me alucino, me pasmo. ¿Pero por qué diantres no lo cesan? ¿Es pura chulería de pandilleros de barrio? ¿Acaso piensan los políticos que si admiten un error son menos machos? ¿O quizá les da miedo abrir la caja de los truenos porque todos tienen mucho de lo que responder? Ya saben: si no echamos a nadie, tampoco caeré yo. ¿O a lo peor es que todos esos Rodríguez que jamás dimiten y siguen tan campantes lo hacen porque conocen trapos sucios que podrían airear? Es que de otro modo no lo entiendo, de verdad. Desconsuela vivir en un país en el que nadie asume sus responsabilidades.

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