Esfinge
En la realidad, eso sí, es difícil escoger entre dos personajes tan nefastos
Es la auténtica protagonista del cuento de Oscar Wilde, aunque el lector sólo la conozca a través de la descripción de su enamorado. La dama velada y misteriosa que aparentaba esconder un terrible secreto era sólo una mujer fantasiosa que alquilaba una habitación para leer a solas por las tardes. Una esfinge sin secreto, concluye su amante, dando título a un relato que he recordado a menudo últimamente gracias a las apariciones de Artur Mas, el gesto grave, solemne, de un hombre que se siente capaz de parar el reloj de la historia. Impecablemente vestido, satisfecho de su apostura, hablando con idéntica convicción en tres idiomas, la estampa de Mas me ha cautivado tanto como logra subyugar lady Alroy a lord Murchison en el relato de Wilde. Mientras escuchaba a diario que el referéndum no se iba a celebrar, que él lo sabía, que por descontado había un plan B, yo me embobaba con la espectacular escenografía de sus declaraciones y no dudaba de su valor, quizás porque me resultaba imposible concebir un ridículo tan catastrófico como el que se ha procurado a sí mismo. Pero debo confesar que, a diferencia de lo que le sucede a Murchison, la constatación de que el president no es más que una esfinge sin secreto, no me ha desalentado. Al contrario, ahora me subyuga aún más que antes. Daría cualquier cosa por estar dentro de su cabeza, y un brazo por haber sido capaz de inventarme a un impostor tan fascinante. Frente a él, Rajoy ha jugado un papel mucho más vulgar, más castizo también. Subido en un taburete, pintado de blanco, se limita a estarse quieto mientras espera a que el toro no le embista. Don Tancredo da ejemplo a su ministra de Sanidad, pero en la ficción no alcanzará jamás la patética grandeza de su oponente. En la realidad, eso sí, es difícil escoger entre dos personajes tan nefastos.
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