Lugar común
¿Cómo Bono recordaba con tan buena sintaxis lo que él mismo dijo y redujera a frases tan expeditivas lo que le dijeron los otros?
El más excéntrico de los escritores argentinos,Macedonio Fernández, le dijo una vez a Jorge Luis Borges hablando de su colega Leopoldo Lugones, que ya había publicado docenas de libros: “Qué raro, Lugones: un hombre tan inteligente, de tantas lecturas, ¿cómo nunca pensó en escribir un libro?”.
Se lo contó Borges a Tomás Eloy Martínez, el gran autor de Santa Evita, años después éste lo incluyó como uno de los capítulos (uno de los maravillosos capítulos) de Lugar común la muerte, quizá el mejor libro de Tomás Eloy, que ahora aparece en España editado por Alfaguara.
Borges tendía a fabular, como Macedonio; los dos le tenían cariño a Lugones, y de hecho en el artículo aparece ese afecto: “Hablábamos poco de Lugones, de quien Macedonio había sido muy amigo en la juventud. El único comentario que recuerdo es una broma bondadosa, sin mala intención”. Y luego el genio ciego pasó a contar esa broma: “Qué raro, Lugones...”
Se me vino a la cabeza el sucedido leyendo el domingo (ávidamente, debo decirlo) el texto (forma parte de un libro, pero es aquí un artículo memorialístico) que publicó el exministro y político socialista José Bono en EL PAÍS.
Ese texto tiene un valor documental indudable, y así lo aduce el autor, pues en su memoria confluyen testimonios de Pasqual Maragall, entonces presidente de la Generalitat, en curso de acentuar su independentismo, y Jordi Pujol, que ya saben todos qué fue y qué es. Además, cuenta el exministro que estaban en la Embajada de Portugal y que con él se hallaban, escuchándolo, personalidades de importancia: Alberto Ruiz Gallardón, alcalde de Madrid; Miguel Ángel Moratinos, ministro de Asuntos Exteriores (a quien él llama Curro), y Juan Carlos Rodríguez Ibarra, aun presidente de la Junta de Extremadura.
Como José Bono quería ser preciso fue también deferente y consultó el texto (que saldrá, dice, en Diario de un ministro, en Planeta) con Curro, Alberto y Juan Carlos. No explica (un periodista tendría que haberlo hecho, pero él no es periodista) por qué razones no habló con los restantes que intervienen en la conversación, atraídos por la pluma que resume. Con Maragall ya se sabe que es lamentablemente muy difícil contrastar ahora qué sucedió o qué se dijeron, pero Pujol sigue vivo, y aunque su prestigio se halle gravemente lesionado es evidente que podría servir como contraste.
Pero la memoria es así, y él está derramando su memoria en un libro. Con lo cual son explicables en su caso licencias (de la memoria) que seguramente serían imperdonables en un periodista pero que son aceptables en un narrador, autorizado por la costumbre a fabular o a ponerse en buen lugar. A un redactor le hubieran preguntado sus superiores cómo era posible que recordara con tan buena sintaxis lo que él mismo dijo y que sin embargo redujera a frases tan expeditivas lo que le dijeron los otros, incluidos aquellos a los que en efecto consultó.
Lo que me pregunto sinceramente es si él se puso a escribir un libro, un artículo o un recordatorio. Probablemente quiso escribir las tres cosas, pero cualquiera de ellas necesitaría de algunos procedimientos que él no sintió que debía seguir. Si te falla una pata no hay mesa. Y esa mesa que contó se le quedó coja a José Bono, y bien que siento decirlo. jcruz@elpais.es
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