Potente Comisión
Es saludable que Europa tenga por fin al frente un equipo de fuerte peso político
Había un vacío entre la legalidad y la realidad. El Tratado de Lisboa confirmó y amplió los poderes de la Comisión Europea, aunque no fuera la institución que más ganaba. Pero la práctica seguidista (a Gobiernos y Consejo) de los equipos de Barroso erosionó el prestigio y su potencialidad política. Esto fue un hándicap para la Unión Europea a la hora de enfrentarse a la crisis, por ser la Comisión la guardiana del orden jurídico, la responsable de la iniciativa legislativa y la ejecutora de sus políticas: el principal motor comunitario o estaba gripado o funcionaba al ralentí.
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Jean-Claude Juncker ha reaccionado contra esa deriva al constituir un potente equipo de comisarios. Su número, 28, es excesivo para las competencias reales de la institución, pues tras el recelo irlandés al Tratado se aplazó su reducción oficial. El nuevo presidente ha hecho de la necesidad virtud. Los ha segmentado en dos categorías, senior y junior: los primeros, los vicepresidentes, controlarán la agenda, y los comisarios sectoriales necesitarán su aprobación en todo proyecto importante. Es un modo práctico de hacer más eficiente y acotada la maquinaria de Bruselas. Y de centrar mejor su peso político.
El tercer presidente luxemburgués en la historia de la Comisión ha hecho también gala del equilibrismo propio de los gobernantes de los pequeños países. Al no recibir suficientes propuestas de candidatas femeninas de las capitales, les ha dado prevalencia de cargos: es un mensaje de paridad por la vía cualitativa, y un escudo ante las seguras objeciones en el examen de la Eurocámara. Ha dotado de mayor poder a los procedentes de los países orientales de la reciente ampliación. Ha excluido a casi todos los grandes países de su núcleo duro, sabedor de que ya tienen otras plataformas, sobre todo desde el Consejo, para dar cuerpo a sus intereses. Y ha primado con mejores puestos a quienes ofrecían currículos con fuerte experiencia de gobierno, ex primeros ministros y exministros significativos sin ser, contra la mala tradición, dinosaurios prejubilados.
Sin embargo, ese equilibrio es bastante menor en un área decisiva, la económica, donde predominan los perfiles ortodoxos en sintonía con los paradigmas alemanes. Quizá Juncker piense que él mismo —como miembro del ala más social de la Democracia Cristiana— se bastará para contrapesar ese sesgo, que contrasta con las últimas evoluciones del Banco Central Europeo a favor de un mejor equilibrio entre las políticas de rigor y un neokeynesianismo suave. Deberá en todo caso demostrarlo, sobre todo porque la presidencia del Consejo Europeo recayó en el polaco Donald Tusk, cercano —de pensamiento y lengua— a Berlín.
En cuanto a la representación española, el nuevo comisario pierde el rango de vicepresidente de Joaquín Almunia, lo que disminuirá su influencia. Pero ese menor poder es mal de muchos: afecta también a alemanes y franceses. Y a la cartera de Energía —incluso compartida— un mediterráneo puede aportarle (y recibir) interesantes contribuciones.
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