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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Blindar la convivencia, no las lenguas

En algún momento hay que abordar la cuestión lingüística con sensatez y ecuanimidad. Su uso para fines políticos ha envenenado la convivencia y malgastado las energías ciudadanas hasta límites inauditos

ENRIQUE FLORES

Diferentes analistas políticos han señalado que, después de la más que previsible no consulta del 9 de noviembre, es muy posible que se abra una etapa de diálogo entre el Gobierno y la Generalitat. Sobre el fondo y la forma de ese diálogo se han avanzado numerosas opiniones, pero casi todas parecen incluir estos dos asuntos: mayor autonomía fiscal de Cataluña y blindaje de las competencias en lengua. En este artículo queremos examinar la segunda cuestión y proponer una posible respuesta por parte del Gobierno a esta petición de blindaje del catalán.

Cabe, en primer lugar, preguntarse qué significa blindar una competencia. Podría tratarse meramente de establecer un reparto categórico de competencias entre niveles de gobierno. La política lingüística quedaría en manos de la Generalitat, asunto sobre el cual el Gobierno y las Cortes tendrían vedada la iniciativa. Tal reparto no tendría, en principio, nada de insólito, y es usual en una concepción federal del Estado que ya está presente en nuestro ordenamiento autonómico. Sin embargo, el empleo del dramático verbo blindar (ajeno a la tradición federal) nos sugiere que se pretende otra cosa distinta. No ya la renuncia de los poderes Ejecutivo y Legislativo a legislar en el ámbito estatal sobre la lengua, sino la inhibición del poder Judicial a la hora de enjuiciar la constitucionalidad de las leyes que emanen de órganos del autogobierno catalán, con la consecuente exclusión de la posibilidad de que los tribunales puedan conceder amparo a los ciudadanos que estimen sus derechos dañados por la normativa catalana. En definitiva, por blindaje el nacionalismo parece entender la suspensión de la jurisdicción constitucional en determinadas áreas en las que no quiere intromisiones de los jueces. En ese sentido la técnica del blindaje no tiene nada de federal —es, de hecho, antifederal—, y los federalistas harían bien en no replicar el lenguaje nacionalista.

El federalismo no blinda competencias. Se entenderá con un ejemplo: recientemente, un tribunal federal de EE UU ha estimado que la ley que prohíbe el matrimonio homosexual en Florida es inconstitucional, dejándola sin efecto. Ello, sin perjuicio de que el derecho de familia es estricta competencia del Estado de Florida. Así funciona el sistema en el país que es cuna del federalismo. Y ese es, precisamente, el molesto problema que tiene la Generalitat: que un grupo, no tan pequeño como se pregona, de ciudadanos catalanes considera que la normativa lingüística catalana vulnera derechos civiles y, tal y como harían en cualquier país federal, recurren a los tribunales. Actualmente, hay ya una larga serie de sentencias emitidas por el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo y el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña a favor de una tímida enseñanza bilingüe que, como es sabido, son recurridas ad eternum por la Generalitat o, sencillamente, desacatadas.

Por lo demás, el uso del término blindaje sugiere en quien lo emplea el sentimiento de estar asediado. Actualmente, miles de ciudadanos están persuadidos de que el catalán es repetidamente atacado y menospreciado por el Estado y sus instituciones. Y este supuesto maltrato es esgrimido por políticos y opinadores nacionalistas como una razón de peso para adherirse al proyecto independentista. En nuestra opinión, el relato del ataque al catalán no se ajusta a la realidad y los datos de los que disponemos lo desmienten. Por ejemplo, los dos últimos informes del Consejo de Europa sobre la aplicación de la Carta Europea de las Lenguas Regionales y Minoritarias (2008 y 2012) sitúan a España como un país que ha cumplido con creces los requerimientos de la Carta con los que se comprometió. De igual manera, ningún otro informe internacional indica que el Estado viole la Carta Europea o contravenga recomendaciones internacionales sobre la promoción de la diversidad lingüística en los países plurilingües.

¿Significa lo dicho que no hay nada más que hacer en el tema de las lenguas aparte de descartar esta propuesta de blindaje, que violenta gravemente cualquier lógica federal? No; desde nuestro punto de vista, no debería llegarse a un punto muerto en las negociaciones. Hay algo que el Gobierno puede hacer: tomar la iniciativa y proponer un diálogo que, a medio plazo, conduzca a un amplio acuerdo respecto a las lenguas en España y un cambio en la cultura lingüística del país.

El Gobierno tiene en su mano proponer un diálogo que desemboque en un amplio acuerdo

En algún momento, el tema de las lenguas debe poder abordarse en España con sensatez y ecuanimidad. Para convencerse de que este debate es ya inaplazable basta percatarse de un hecho objetivo fácil de constatar: si algún día el Estado que compartimos se desintegra, la ruptura se habrá producido por sus lindes lingüísticas. El enfrentamiento de las lenguas y su uso para fines políticos ha envenenado la convivencia y malgastado la energía ciudadana hasta límites inauditos. No hemos logrado desarrollar una cultura lingüística que valore el plurilingüismo de España y de sus comunidades bilingües y lo perciba como una riqueza cultural de todos los ciudadanos y un importante recurso individual. Ha sucedido lo contrario: desde la Transición han aumentado los garrotazos y la manipulación sectaria del debate. Ningún partido se ha distinguido por tener altura de miras y voluntad de equidad con este tema. Tampoco en las comunidades bilingües los Gobiernos autónomos han actuado siempre de manera respetuosa con el bilingüismo. Al contrario, han optado en numerosas ocasiones por programas promonolingüismo, que excluyen el español y se sostienen en razonamientos —hoy ya consignas fosilizadas— que no resisten un análisis objetivo. Existen, pues, suficientes razones para promover una gran conversación sobre las lenguas en España, intentar reconducir la política lingüística hacia fines de convivencia e interés ciudadano, con respeto a los derechos lingüísticos de todos. Y las soluciones ni son difíciles de imaginar ni son imposibles de poner en práctica.

Así pues proponemos que el Gobierno tienda la mano a la Generalitat y proponga hablar sin condicionantes sobre las lenguas, incorporando a la discusión a las demás comunidades autónomas, a los partidos y a la sociedad civil. Un primer objetivo a corto plazo podría consistir en una explicitación de qué ha hecho y qué no ha hecho realmente el Estado y sus instituciones a favor del catalán, en concreto, y de la realidad plurilingüe de España en general. Por lo que a esto respecta, los datos que tenemos nos permiten plantear que desde la aprobación de la Constitución de 1978 el Estado ha hecho bastante más de lo que parece por el catalán, el gallego y el vasco pero que podría hacer más, aprendiendo de las mejores prácticas de otros países con un patrimonio lingüístico similar.

El Estado no ataca y menosprecia a las otras lenguas españolas, pero se muestra indiferente

Desde nuestro punto de vista, si bien el Estado no ataca y menosprecia las otras lenguas españolas, sí se muestra distante e indiferente. En realidad, el Estado nunca se ha pensado a sí mismo como plurilingüe. Sus élites entienden que hay una lengua común, que es en la única en la que debe operar la Administración central. Cierto, existen otras lenguas, pero son únicamente patrimonio de las comunidades bilingües: allí es donde se hablan y allí deben gestionarse sin incurrir en excesos; los ciudadanos de las zonas monolingües no tienen nada que ver con ellas y pueden vivir de espaldas a la cultura que está cifrada en las lenguas distintas del castellano. En nuestra opinión, éste sería precisamente el gran reto a largo plazo para el Gobierno: el lograr cambiar esta actitud y ser capaz de sentar las bases de una política lingüística desde el Estado que fomentara y valorara el plurilingüismo en todo el país y lo hiciera posible en la práctica. Por su parte, las comunidades bilingües se comprometerían a modificar sus programas de máximos y a respetar el bilingüismo de sus territorios.

El principal escollo para abrir un diálogo es, sin duda, la fuerte oposición de la Generalitat a modificar el más mínimo aspecto de su política lingüística, una política que es ya totalmente cautiva de la ofuscación y el dogmatismo. Quien sí tiene las manos libres es el Gobierno. Puede optar por no hacer nada o por liderar una gran reforma sobre el tratamiento de la diversidad lingüística en España. Tal reforma terminaría plasmándose en una Ley de Lenguas Oficiales, cuyo objetivo sería blindar la convivencia, no las lenguas.

Mercè Vilarrubias es catedrática de Lengua Inglesa en la Escuela Oficial de Idiomas Drassanes de Barcelona, y Juan Claudio de Ramón es diplomático.

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