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Columna
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Perros

Ellos no parecen juzgarnos; a diferencia de los gatos, que lo hacen todo el tiempo

Patricio Pron

Robert Walser murió solo porque Carl Seelig, quien había prometido dar un paseo con él ese día, tenía a su perro enfermo y prefirió quedarse en casa cuidándolo. Max Aub narra el crimen ejemplar de una mujer que mató a su marido porque éste prefería a su animal de compañía. Los perros entran y salen de la literatura desde sus orígenes; también de nuestras vidas. Utilizados a menudo como símbolo y manifestación de la fidelidad sin condicionantes, los perros parecen ser, sin embargo, menos atractivos como tema literario que los gatos, posiblemente debido a que su complacencia sólo los hace verosímiles como objeto de torturas o como figuras dadoras de afecto. Anton Chéjov hizo decir a uno: “Los humanos no comen los huesos que la cocinera hizo hervir para la sopa ni beben el agua en que los hirvió. ¡Qué idiotas!”, pero el hecho de que los perros no parezcan juzgarnos (a diferencia de los gatos, que lo hacen todo el tiempo) vuelve la frase inverosímil. Naturalmente, hay decenas de perros con opiniones bien fundadas sobre sus amos: piénsese en el Coloquio de los perros cervantino o en aquel relato del argentino Copi en el que unos perros pastores alemanes exigen ser devueltos a Alemania para crear allí un régimen en el que los humanos sean alimentados por ellos y no al revés. Sin embargo, su bonhomía, la facilidad con la que aceptan ser entrenados, su fidelidad, hace que sus opiniones sean más bien discutibles. ¿Se puede extraer alguna enseñanza de la observación de un perro? Lo dudo; pero, si es así, tal vez lo que podamos aprender se resuma en otra frase de Chéjov: “El perro hambriento sólo cree en los huesos”. Buena parte de nuestras convicciones tiene su explicación en ella.

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