El Rey y la ley
La abdicación de don Juan Carlos es una metáfora del cambio de época de la democracia, abre la puerta a los nuevos tiempos y ocasiona algunos problemas constitucionales de interés
La abdicación, que no renuncia (porque ello afectaría a sus herederos) ni dimisión (porque, en cuanto Jefe del Estado, no tiene superior), del Rey Juan Carlos I es una metáfora del cambio de época de nuestra democracia, abre la puerta a un tiempo nuevo, aunque lo viejo no acabe de morir, y suscita algunos problemas constitucionales interesantes. Uno primero es que estamos en presencia de una abdicación, que es un acto complejo de sucesión en la Corona, compuesto de tres momentos: la comunicación del Rey de su voluntad de abdicar (lo que sucedió el lunes 2 de junio); la aprobación mediante ley orgánica de la abdicación (artículo 57.5 de la Constitución Española, CE) y, por último, la proclamación del nuevo Rey ante las Cortes Generales (art. 61.1 CE), que, en aplicación de las reglas sucesorias previstas en el art. 57.1 CE, será su hijo Don Felipe. La decisión de abdicar es un acto personalísimo del Monarca, es decir, absolutamente libre por su parte. La ley orgánica de abdicación sí plantea problemas, porque, por miopía política, carecemos de una ley que desarrolle, con carácter general, el procedimiento de abdicación, renuncia, etc. del Rey. El proyecto de ley orgánica que el Gobierno ha remitido a las Cortes no es una ley general, sino de caso único. Consta de un solo artículo: “1. S.M. el Rey de España D. Juan Carlos I abdica la Corona de España. 2. La abdicación será efectiva en el momento de entrada en vigor de la presente ley orgánica”.
Es razonable que se dicte ahora una ley singular y no general, pero esto plantea problemas, porque no se regula algo que es fundamental como es el estatuto del Rey emérito, es decir, el conjunto de derechos y obligaciones del Rey que ha abdicado y, sobre todo, el régimen de su responsabilidad. La inviolabilidad del monarca (art. 56.3 CE) cubre todos los actos que haya realizado durante su mandato, pero, a partir de la sucesión, Don Juan Carlos queda a la intemperie, como cualquier ciudadano. Y esto, obviamente, plantea problemas. Ya la carencia de regulación del estatuto de los miembros de la familia real cuando realizan funciones representativas bajo el mandato del Rey y, sobre todo, del Príncipe de Asturias, era conflictiva.
La abdicación del Monarca, en este sentido, ha sido precipitada desde el punto de vista jurídico. Hubiera sido deseable que primero existiera la norma y luego el acto y no al revés. Entre otras cosas porque si de lo que se trataba con no legislar sobre la Corona era no atraer demasiado el foco público sobre la institución para no desgastarla, el que no exista norma general disponible va a forzar a poner en el centro del debate público, y nada menos que en este momento político crítico, el asunto no durante días, sino semanas. La Ley general de la Corona quizá no exima de que cada abdicación requiera de una ley orgánica ad hoc; el art. 57.5 CE no es lo suficientemente claro en este sentido. Podemos discutir la necesidad de la ley singular, pero no, a mi juicio, de la ley general.
Quienes voten contra la ley orgánica se están pronunciando sólo sobre la abdicación y no sobre la sucesión
Otra cuestión interesante es el alcance del acto parlamentario de aprobación de la Ley de abdicación. A mi juicio, la aprobación de la ley orgánica es un acto formal que perfecciona la voluntad de abdicación del Rey, pero no es un acto de autorización de la abdicación porque, obviamente, no se puede obligar a un Rey a serlo contra su voluntad. Con la aprobación de la Ley, las Cortes, en cuanto representante directo del soberano, el pueblo español, del que proceden todos los poderes (art. 1.2 CE), se dan por enteradas de la voluntad de abdicar el Monarca y la aceptan formalmente. Podría decirse que es una especie de acto debido, es decir, de un acto cuya iniciativa corresponde a otro órgano, que debe realizarse y que debe hacerse con una determinada forma (ley orgánica), además. Paradójicamente, todas las competencias del Rey como Jefe del Estado son actos debidos (él no tiene la iniciativa, ni la capacidad de decidir si realizarlos o no), que proceden del Gobierno o del Parlamento, pero el Rey, en su último acto, el de la abdicación, que no es un acto debido, sino libre, da la vuelta a la tortilla y ahora es el Parlamento el que debe actuar conforme a parámetros preestablecidos.
Por ello, las Cortes sólo deben pronunciarse sobre la abdicación del Rey y no sobre la sucesión del nuevo Rey. En mi opinión, los grupos parlamentarios que se abstengan o que voten en contra de la ley orgánica de abdicación se están pronunciando exclusivamente sobre la abdicación de Don Juan Carlos. Votar en contra no significa votar en contra de la sucesión de la Corona en la persona de Don Felipe, sino votar en contra de que Don Juan Carlos abdique. Las reglas de sucesión están establecidas por la Constitución (art. 57.1 CE), son automáticas, y deben aplicarse por todos los poderes del Estado. Se pueden cambiar las reglas constitucionales, por supuesto, pero en tanto se mantengan las actuales, no queda más remedio que aplicarlas.
Un punto crítico del proyecto de ley del Gobierno es la determinación del momento preciso de la sucesión. Según el proyecto, la abdicación y, por tanto, la sucesión automática, se producirá cuando se publique en el BOE. En ese momento Don Felipe se convertirá en Rey, pero el acto de juramento de la Constitución ante las Cortes (art. 61.1 CE), su proclamación parlamentaria como Rey, se producirá, previsiblemente, en un momento posterior. Es un (ya) Rey que es proclamado Rey más tarde. Esto no me parece bien resuelto. En un régimen de “monarquía parlamentaria” (art. 1.3 CE), sería mejor, creo, que la ley de abdicación entrara en vigor con el mismo acto de juramento ante las Cortes previsto en el art. 61.1 CE. En ese momento D. Felipe se convertiría en Rey.
Al erosionarse la confianza en ella, la Corona ha quedado a merced del oleaje político
El discurso de Don Juan Carlos deja muy claro que, de nuevo, se encuentra en plenitud de capacidades y tan sólo apela al vago deseo de prestar el mejor servicio a los españoles y, sobre todo, a la necesidad de un relevo generacional. No se cita el ejemplo reciente de otras monarquías, como la holandesa o la belga. Lo cierto es que el reinado de Don Juan Carlos I ha sido histórico; desde el punto de vista de la convivencia democrática, seguramente será calificado como el mejor Rey español de todos los tiempos (todavía en su discurso recordaba que ha “querido ser el Rey de todos los españoles”); pero su salida tiene, por desgracia, algo de salida por la puerta de atrás. Estoy seguro de que el papel crucial de este Rey en relación con la democracia en España irá ganando enteros según vaya pasando el tiempo. Aquellas decisiones personales (viajes y compañías) poco afortunadas, los problemas de salud pero, sobre todo, el proceso penal contra su yerno, dilatado en el tiempo de modo que periódicamente se echa sal en la herida (hubiera sido mucho pedir, supongo, a alguien que parece que hizo lo que hizo, que el señor Urdangarín hubiera reconocido su responsabilidad, devuelto el dinero y colaborado con la justicia para cerrar cuanto antes este episodio) han llevado a la Monarquía a un 3,72 de popularidad según el último barómetro del CIS. En medio de la crisis generalizada de todas las instituciones, si la Monarquía se hubiera sabido mantener por encima, ello hubiera sido un factor impresionante de estabilidad y de confianza hacia el sistema. Los ingleses dicen que la monarquía es un bien precioso en tiempos de crisis y cambio. Por desgracia, ello no ha sido así esta vez, aunque sí lo fue, y de qué modo, en muchas ocasiones anteriores. Al erosionarse la confianza, como le ha ocurrido a las demás instituciones, mucho me temo que la Corona ha quedado a merced del oleaje político. En cualquier caso, la abdicación es un paso democráticamente saludable y mucho más después de 39 años; así que: el Rey ha abdicado, viva el Rey.
Fernando Rey es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid.
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