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Tribuna
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La complicidad entre trono y democracia

El éxito de don Juan Carlos fue asumir un papel arbitral y representativo

Javier Moreno Luzón

En la España contemporánea, Monarquía y democracia fueron casi siempre incompatibles. Durante el siglo XIX, Fernando VII acabó con la Constitución de Cádiz, Isabel II reinó sobre un sistema liberal muy restringido y sus descendientes disfrutaron de poderes constitucionales que les permitían decidir quién y cuándo gobernaba. El paréntesis de Amadeo I apenas esbozó un régimen parlamentario. Ya en el XX, Alfonso XIII tiró por la borda la experiencia acumulada a lo largo de varias generaciones y apostó, en el agitado contexto europeo que siguió a la Gran Guerra, por una alternativa autoritaria. La Monarquía se asoció con la dictadura militar y traer la democracia equivalía a proclamar la República. Al contrario de lo que ocurría en Reino Unido o en algunos países nórdicos, la Corona española no se había convertido en un símbolo nacional a salvo de querellas políticas. Por lo que don Alfonso murió en el exilio.

Décadas más tarde, su nieto Juan Carlos I no lo tenía nada fácil. Nombrado sucesor por el tirano Francisco Franco, heredó la legitimidad de los vencedores en la Guerra Civil de 1936-1939. Pero había aprendido la lección, ya inevitable en la Europa occidental: si quería conservar el trono, debía aceptar la democracia. No sin dificultades, facilitó una transición ordenada que desembocó en la Constitución de 1978, donde se diseñaba una monarquía parlamentaria en la que el Rey perdía casi todo su poder para asumir un papel arbitral y representativo. Poco después, don Juan Carlos salió en su defensa frente a los militares decididos a imponer de nuevo una solución dictatorial. De modo que pudo construir ante la opinión pública, con la ayuda de los medios, la imagen de un monarca comprometido con el orden democrático, piloto del cambio y su principal garante.

Construyó la imagen de un monarca comprometido
con el orden democrático, piloto del cambio
y su principal garante

Convertido en emblema de la España moderna, de la democracia que había desmentido los tópicos sobre su psicología cainita y montaraz para integrarse en la Europa desarrollada, Juan Carlos I se benefició de una gran popularidad. Hubo momentos de gloria, como las celebraciones de 1992, en que el monarca aparecía como la cabeza de una nación regenerada. Sin embargo, el siglo XXI ha traído malas noticias para la Corona. En un sistema democrático como éste, la ciudadanía manda y nada debe darse por supuesto, más aún en una coyuntura crítica como la actual. La familia real ha cometido muchos errores, se ve implicada en gravísimos casos de corrupción y será difícil que recupere la confianza perdida. La abdicación es sin duda un paso necesario, pero el futuro de la Monarquía depende de su respeto a las reglas y valores de la democracia, que le exigen rendir cuentas, responder a las expectativas nacionales y apartarse por completo de los conflictos partidistas. Una democracia que este Rey que ahora se va, rompiendo una tradición dinástica de casi dos siglos, aceptó en buena hora.

Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.

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