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Tribuna
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Cine y genética

‘Ocho apellidos vascos’ se beneficia de la experiencia de su director

Vicente Molina Foix

Ante todo fenómeno de la naturaleza, aunque sea de la naturaleza comercial, la tentación es quedarse en silencio, abrumado por la magnitud del acontecimiento. O salir huyendo: conozco de cerca a más de una persona que ha jurado no ir a ver Ocho apellidos vascos ni gratis, pero ya se ve que esas reticencias nada han podido contra los nueve millones de espectadores de la película, una cifra que cuando lean esto seguro que habrá aumentado considerablemente. Es previsible que al acabar, algún día será, su exhibición en salas de cine, el filme de Emilio Martínez-Lázaro haya sido visto casi por una cuarta parte de la población total de España.

No voy a intentar aquí trazar la fenomenología del espíritu de este éxito sin precedentes, tarea que excede a mi capacidad y estaría en todo caso limitada por el marco periodístico. Sólo algunas hipótesis. La película es cómica, y en ciertos momentos muy divertida, pero su impacto, su atractivo irresistible para tal cantidad de personas de procedencias, clases sociales y condiciones tan distintas, nace, creo yo, de una incomodidad, de un factor inquietante, siempre patente, aunque de modo bufo. Que títulos como Lo imposible de José Antonio Bayona o Los otros de Alejandro Amenábar arrasen en taquilla tiene la explicación, al margen del indudable talento de sus directores, de que ambas exploraban el terreno sentimental de lo trágico y lo siniestro: la hecatombe que se lleva la vida de decenas de miles de personas en un instante y el pánico a los fantasmas sobrenaturales. Al espectador, tras pasar angustia y pasar miedo, le quedaba el resorte de la catarsis (la reunión feliz de la familia tras el tsunami), o la vuelta a la realidad desde el lóbrego caserón embrujado de Amenábar. Ocho apellidos vascos, por el contrario, ha superado en tirón comercial a esos grandes blockbusters del cine español con una comedia astracanada, si bien el guiño al cine de terror que contiene, el plano general de la entrada del autobús de línea en el País Vasco, es de una gran brillantez y de un gótico subido.

La película explora el oscuro misterio de las identidades nacionales
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Se ha acusado a Ocho apellidos vascos de enmascarar en su humorismo la clave de lo que retrata, la desconfianza mutua, a veces el desprecio larvado de los habitantes que componen el mosaico español, y algo peor, el hecho de que la violencia abertzale no es comparable a la pelma de la Macarena. Estoy en desacuerdo con esa acusación. Efectivamente, el guión de Borja Cobeaga y Diego San José opera sobre el cliché, que es el sustento de los juicios generales que los humanos tenemos sobre el prójimo, y no elude el esperpento, el brochazo, el tremendismo, componentes señeros de nuestra tradición artística. Ahora bien, ni el lugar común ni el chiste, por edulcorados que puedan resultar, esconden la base de molestia, de desasosiego nacional (de una o varias naciones) que el espectador libera mientras ríe con los personajes un tanto chuscos del entorno de la guipuzcoana Amaia y del sevillano Rafa: los vascos de la película son autorreferenciales, un punto bestias y proclives a atentar contra los que no son de su tribu, pero la pertenencia tribal, el etnicismo invasivo, la pulsión fanática, también adornan a los andaluces, vistos con una riqueza de gamas del tópico que ni siquiera los autores franceses del siglo XIX se atrevieron a usar en la paleta de sus novelas y relatos viajeros.

Los responsables de este taquillazo trabajan ya en una secuela, quizá sólo la primera, Ocho apellidos catalanes, y a falta de ver cómo se conjugan ahí los demonios nacionales de un país tan distinto como Cataluña (¿enfrentado a Madrit, o a todas las Castillas?), la idea de que esta saga fílmica haga un repaso global del unheimlich freudiano, el oscuro misterio identitario de todas las comunidades del país, es prometedora. Por mucho que la sal gruesa siga siendo lo que se echa desde la pantalla a la ancestral herida simbólica del espectador, tal vez, si no queremos elevar demasiado la nota, simple escocedura más que traumatismo.

Los responsables de este taquillazo trabajan ya en una secuela, quizá sólo la primera, Ocho apellidos catalanes

Pero hay en mi opinión otro motivo que explica el triunfo. Cuando se estrene la secuela hoy en preproducción, el año 2015 es de suponer, el director de Ocho apellidos vascos cumplirá 70 años, lo cual no debería tener ninguna importancia, ni siquiera anecdótica. La tiene en nuestro país, que no es país para viejos en lo concerniente a la industria del cine. En Francia, que siempre es un buen ejemplo, los grandes nombres de la nueva ola se mantuvieron todos, mientras vivían, en pleno ejercicio: Chabrol, que murió a los 80 sin dejar de rodar, al igual que Eric Rohmer, en activo hasta poco antes de cumplir los 90, y Resnais, fallecido el pasado mes de marzo con más de 90 y nueva película, poco antes estrenada; siguen vivos y coleando Jacques Rivette, Agnès Varda, nacidos ambos en 1928, y Godard, que presenta a concurso en Cannes una película realizada a la bonita edad de 84. Martínez-Lázaro inició su carrera en los primeros años 1970, formando parte de la oleada siguiente al llamado “nuevo cine español”, del que siguen que yo sepa en disposición de filmar Saura, Patino, Regueiro, Gutiérrez Aragón, Mario Camus, Josefina Molina, Gonzalo Suárez, Jaime Camino, Pedro Olea y otras significativas figuras que es posible que olvide. Disponibles y sin lugar en el escalafón cinematográfico.

Antes de Ocho apellidos vascos, Martínez-Lázaro había hecho comedias, algunas muy celebradas por el público, como Amo tu cama rica, Los peores años de nuestra vida o El otro lado de la cama, pero es un nombre ligado al núcleo duro de la renovación del cine de autor —en sucesivas fases— que supuso en nuestro panorama la larga y estimulante actividad de Elías Querejeta, productor del primer largometraje de Martínez-Lázaro. La edad no es una garantía de calidad ni la genética una razón de estado. Hay, sin embargo, unas maneras en el trabajo del director que le dan a este psicodrama atávico tratado como chirigota una solvencia narrativa y un peso específico que el público, aun el menos exigente, percibe o por lo menos recibe. La película es una película, y no el atolondrado capítulo de una serie descerebrada. Los actores actúan y no sólo aparecen, hay relato y hay dirección, no mero acumulado de escenas de situación. Un cine pensado para gustar más que para hacer pensar, y que ha logrado arrebatar sin que por ello dejemos de hacernos preguntas y vernos reflejados en el espejo deforme de la guasa.

Vicente Molina Foix es escritor.

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