El Mago del Norte
Isaiah Berlin recopiló escritos del teólogo y filósofo alemán Johann Georg Hamann, enemigo mortal de la Ilustración y portavoz del irracionalismo. El resultado es una fiesta de las ideas
Isaiah Berlin fue un demócrata y un liberal, uno de esos raros intelectuales tolerantes, capaces de reconocer que sus propias convicciones podían ser erradas y acertadas las de sus adversarios ideológicos. Y la mejor prueba de ese espíritu abierto y sensible que contrastaba siempre sus ideas con la realidad a ver si las confirmaba o contradecía, la dio dedicando sus mayores empeños intelectuales a estudiar, no tanto a los filósofos y pensadores afines a la cultura de la libertad, como a sus más enconados enemigos, por ejemplo un Carlos Marx o un Joseph de Maistre, a los que dedicó ensayos admirables por su rigor y ponderación. Tenía la pasión del saber y, a quienes promovían las cosas que él detestaba, como el autoritarismo, el racismo, el dogmatismo y la violencia, antes que refutarlos, quería entenderlos, averiguar cómo y por qué habían llegado a defender causas y doctrinas que agravaban la injusticia, la barbarie y los sufrimientos humanos.
Un buen ejemplo de todo ello es el volumen titulado The Magus of the North. J.G. Hamann and the Origins of Modern Irrationalism (1993), colección de notas y ensayos que Berlin no llegó a integrar en un libro orgánico y que recopiló y prologó Henry Hardy, su discípulo, al que nunca podremos agradecerle bastante su extraordinaria labor de rastreo y edición de las decenas de trabajos que Isaiah Berlin, por su escaso interés en publicar y su maniático perfeccionismo, dejó dispersos en revistas académicas o inéditos. Yo creía haber leído todos los trabajos del gran pensador liberal, pero éste se me había escapado y acabo de hacerlo, con el mismo absorbente placer que todo lo que escribió.
Lo extraordinario de estas notas, artículos y bocetos de ensayos que a lo largo de su vida dedicó Berlin al teólogo y filósofo alemán Johann Georg Hamann (1730-1788), enemigo mortal de la Ilustración y portavoz afiebrado del irracionalismo, es que, a través de ellas, este reaccionario convicto y confeso resulta una figura simpática y en muchos sentidos hasta moderna. Su defensa de la sinrazón –las pasiones, el instinto, el sexo, los abismos de la personalidad- como parte integral de lo humano y su idea de que todo sistema filosófico exclusivamente racionalista y abstracto constituye una mutilación de la realidad y la vida son perfectamente válidas y sus audaces teorías, por ejemplo sobre el sexo y la lingüística, en cierto modo prefiguran algunas de las posiciones libertarias y anárquicas más radicales, como las de un Michel Foucault. Asimismo, resulta profética su denuncia de que, si continuaba por el camino que había tomado, la filosofía del futuro naufragaría en un oscurantismo indescifrable, máscara del vacío y la inanidad, que la pondría fuera del alcance del lector común
El pensador germano fue enemigo de lo colectivo como categoría social y signo de identidad
Donde estas coincidencias cesan es en aquella encrucijada en la que aparece Dios, a quien Hamann subordina todo lo que existe y que es, para el místico germano, la justificación y explicación única y final de la historia social y los destinos individuales. Su rechazo de las generalizaciones y de lo abstracto y su defensa de lo particular y lo concreto hicieron de él un confaloniero del individualismo y un enemigo mortal de lo colectivo como categoría social y signo de identidad. En este sentido fue, de un lado, dice Berlin, un precursor del romanticismo y de lo que dos siglos más tarde sería el existencialismo (sobre todo en la versión católica de un Gabriel Marcel), pero, del otro, uno de los fundadores del nacionalismo e, incluso, al igual que Joseph de Maistre, del fascismo.
Hamann nació en Königsberg, hijo de un barbero cirujano, en el seno de una familia pietista luterana, y su infancia transcurrió en un medio de gentes religiosas y estoicas, cuyos antepasados desconfiaban de los libros y la vida intelectual; él, sin embargo, fue un lector voraz y se las arregló para entrar a la universidad donde adquirió una formación múltiple y algo extravagante de historia, geografía, matemáticas, hebreo, teología, a la vez que por su cuenta aprendía francés y escribía poemas. Comenzó a ganarse la vida como tutor de los hijos de la próspera burguesía local y, durante algún tiempo, pareció ganado por las ideas que venían de la Francia de Voltaire y Montesquieu. Pero no mucho después, durante una estancia en Londres vinculada a una misteriosa conspiración política, y luego de unos meses de disipación y excesos que lo llevaron a la ruina, experimentó la crisis que cambiaría su vida.
Ocurrió en 1757. Sumido en la miseria, aislado del mundo, se sepultó en el estudio de la Biblia, convencido, según escribiría más tarde, como Lutero, que el libro sagrado del cristianismo era “una alegoría de la historia secreta del alma de cada individuo”. Emergió de esa experiencia transformado en el conservador y reaccionario pendenciero y solitario que, en panfletos polémicos que se sucedían como puñetazos, criticaría con ferocidad todas las manifestaciones de la modernidad allí donde aparecieran: en la ciencia, en las costumbres, en la vida política, en la filosofía y, sobre todo, en la religión. Había regresado, y con celo ardiente, al protestantismo luterano de sus ancestros. Se hizo de adversarios y enemigos por doquier por su carácter intratable. Solía, incluso, enemistarse con gentes que lo respetaban y querían ayudarlo, como Kant, lector suyo y quien trató de conseguirle un puesto en la Universidad. De él dijo que “era un pequeño homúnculo agradable para chismear un rato pero totalmente ciego ante la verdad”. A Herder, que fue su admirador confeso y se consideraba su discípulo, nunca le tuvo el menor aprecio intelectual. No es extraño, por eso, que su vida transcurriera casi en el anonimato, con pocos lectores, y fuera sumamente austera, debido a los oscuros empleos burocráticos con los que ganaba su sustento.
Los académicos del siglo XVIII le parecían “paganos” más alejados de Dios que los ladrones
Después de muerto, el Mago del Norte, como Hamann gustaba llamarse a sí mismo, fue pronto olvidado por el escaso círculo que conocía sus obras. Isaiah Berlin se pregunta: “¿Qué hay en él que merezca ser resucitado en nuestros días?” La respuesta da lugar al mejor capítulo de su libro: The Central Core (El núcleo central). Lo verdaderamente original en Hamann, explica, es su concepción de la naturaleza del hombre, en las antípodas de la visión optimista y racional que de ella promovieron los enciclopedistas y filósofos franceses de la Ilustración. La criatura humana es una creación divina y, por lo tanto, soberana y única, que no puede ser disuelta en una colectividad, como hacen quienes inventan teorías (“ficciones”, según Hamann) sobre la evolución de la historia hacia un futuro de progreso, en el que la ciencia iría desterrando la ignorancia y aboliendo las injusticias. Los seres humanos son distintos y también sus destinos; y su mayor fuente de sabiduría no es la razón ni el conocimiento científico sino la experiencia, la suma de vivencias que acumulan a lo largo de su existencia. En este sentido, los pensadores y académicos del siglo dieciocho le parecían auténticos “paganos”, más alejados de Dios que “los ladrones, mendigos, criminales y vagabundos –los seres de vida “irregular”-, que, por la inestabilidad y los tumultos de su arriesgada existencia podían muchas veces acercarse de manera más honda y directa a la trascendencia divina.
Era un puritano y, sin embargo, en materia sexual propugnaba ideas que escandalizaron a todos sus contemporáneos. “¿Por qué un sentimiento de vergüenza rodea a nuestros gloriosos órganos de la reproducción?”, se preguntaba. A su juicio, tratar de domesticar las pasiones sexuales debilitaba la espontaneidad y el genio humano y, por eso, quien quería conocerse a fondo debía explorarlo todo, e, incluso, “descender al abismo de las orgías de Baco y de Ceres”. Sin embargo, quien en este dominio se mostraba tan abierto, en otro sostenía que la única manera de garantizar el orden era mediante una autoridad vertical y absoluta que defendiera el individuo, la familia y la religión como instituciones tutelares e intangibles de la sociedad.
Aunque este libro de Isaiah Berlin es una amalgama de textos, adolece de repeticiones y da a veces la impresión de que hay muchos vacíos que quedaron por llenar, se lee con el interés que él sabía imprimir a todos sus ensayos a los que siempre convertía, no importa de qué trataran, en una fiesta de las ideas.
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