Un poco de constitucionalidad
La ley de Seguridad se hallaba para el Gobierno en una especie de legalidad incompleta
Las personas honradas suelen sentirse mal si, en un rapto de súbita consciencia, se dan cuenta de que en la película que están viendo llevaban un buen rato poniéndose de parte del malo y riéndose además de lo ingenuos que son los buenos a los que estafa. A veces los guionistas juegan con nosotros al presentarnos un personaje simpático aunque embaucador, guapo aunque tramposo, hábil en sus embustes o felino en sus escapadas.
También nos arrobamos ante un mago cuyos trucos ameritan el aplauso por haber logrado engañarnos con destreza. Qué manera la suya de hacernos creer lo que no vemos, qué forma la nuestra de confiar en sus movimientos.
La misma admiración se puede experimentar ante ciertas frases del lenguaje político, tan apartadas de la realidad como la ficción cinematográfica o como el arte de birlibirloque, y sin embargo tan seductoras para nuestra vida cotidiana. Realmente admirables, por su ingenio y por su desparpajo. Dan ganas también de ponerse de su lado.
Ciertas frases del lenguaje político están tan apartadas de la realidad como la ficción cinematográfica o como el arte de birlibirloque
El anteproyecto de ley de seguridad ciudadana se llevó un revés el pasado 27 de marzo a su paso por el Consejo General del Poder Judicial, que lo dejó temblando. El órgano de gobierno de los jueces consideró que el texto era contrario a la Constitución en siete puntos importantes (entre ellos, los relativos a la detención de personas, los controles en las vías públicas, los cacheos, el valor probatorio de los policías o la expulsión de extranjeros). Así que se hacía necesario corregir unos cuantos párrafos para que no chocaran contra la ley fundamental.
Al Gobierno le correspondía a continuación reconocer el error de su intento y modificar el articulado. De estas dos acciones, solo la segunda se hacía realmente imprescindible. La primera se podía esquivar, desde luego. Una cosa es rectificar algo porque no queda más remedio, y otra decir que se ha rectificado algo porque se había hecho mal.
Oigamos la voz de la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, el viernes 28 de marzo, tras el Consejo de Ministros: “Indudablemente, si el Consejo General del Poder Judicial ha considerado que, no la ley, sino algunos de sus preceptos, tienen que ser adaptados o modificados para garantizar su plena constitucionalidad, desde luego lo estudiaremos con el máximo interés como estudiamos todos estos informes porque para eso se piden”.
Según esa frase, pues, la acción que los jueces encomendaban al Gobierno no consistía en que desechase unos artículos que no eran constitucionales, sino en que los hiciera más constitucionales todavía: “Algunos de sus preceptos tienen que ser adaptados o modificados para garantizar su plena constitucionalidad”. La constitucionalidad —sugieren esas palabras concretas— puede ser entonces plena o no. De lo cual se deduce que uno puede estar en la legalidad más o menos si no se aplica mucho a ser legal; o, si se aplica mejor, en la legalidad completa; como si en eso también hubiera clases.
De tal modo, los artículos conflictivos de la ley Fernández (llamada así por referencia al ministro impulsor, Jorge Fernández Díaz) parecían haberse colocado en el terreno de la constitucionalidad no plena, quizá también denominable legalidad incompleta. Y gracias a la acción del Gobierno, se trasladarán ahora al ámbito de la constitucionalidad del todo. Nada de medias tintas.
¿Cómo no admirar esa técnica? Bien mirado, podría aplicarse a muchas otras situaciones de nuestra vida: “Papá, me han dicho en el colegio que tendré que aprobar mejor esa asignatura, porque no la he aprobado plenamente”. “Cariño, estoy embarazada, pero no de una forma plena”. “Le acusamos a usted de cometer un robo, pero no le detendremos porque no ha sido un robo completo. Le faltó plenitud”.
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