Ucrania es una crisis, pero no una Guerra Fría
Rusia no tiene ni el atractivo ideológico ni el poder que tuvo la Unión Soviética
Con la anexión de Crimea por parte de Rusia, la imposición de sanciones decretada por Estados Unidos y Europa y la posibilidad de que la situación en Ucrania empeore, estamos siendo testigos de los sucesos geopolíticos más importantes desde el 11-S. Los acontecimientos de Ucrania señalan un punto de inflexión. Las relaciones entre Washington y Moscú ya eran tensas; ahora que el G-8 ha suspendido la presencia de Rusia en el grupo y que parece probable que haya más sanciones, las relaciones se han roto del todo. Es inevitable que se produzcan varias formas de conflicto entre Rusia y Occidente, con las consiguientes repercusiones para la seguridad de Europa, la estabilidad de Rusia, el futuro de la UE y la OTAN y la situación de los mercados mundiales de la energía.
Sin embargo, aunque las tensiones no van a desaparecer e incluso es probable que se agraven, esta no es una nueva Guerra Fría ni lo va a ser. No lo es por varios motivos.
En primer lugar, Rusia no tiene amigos poderosos ni la capacidad de adquirirlos. Cuando la Asamblea General de la ONU votó sobre la legitimidad de que Rusia se anexionara Crimea, solo estuvieron con los rusos 10 países. Los que les apoyaron fueron países vecinos a los que Rusia es capaz de coaccionar (Armenia y Bielorrusia) y Estados proscritos sin ninguna influencia internacional (Cuba, Corea del Norte, Sudán, Siria y Zimbabue). Si a ello sumamos varios países latinoamericanos que son simpatizantes tradicionales (Venezuela, Bolivia y Nicaragua), está claro que Rusia carece del atractivo ideológico que tenía la Unión Soviética: a sus aliados les une más la antipatía hacia el orden mundial establecido que cualquier principio organizador alternativo que Rusia pueda ofrecer.
La economía rusa está en manos de una élite que depende de Putin
Además, el PIB de Rusia creció solo un 1,3% el año pasado, y el hecho de que dependa cada vez más de la exportación de sus recursos naturales garantiza que ese crecimiento no va a mejorar si no se produce un gran aumento —muy poco probable— en los precios mundiales de la energía. En 2007, Rusia necesitaba que el barril de Brent tuviera un precio de 34 dólares para equilibrar su presupuesto federal; cinco años más tarde, necesitaba 117 dólares. El año pasado, el gas y el petróleo representaron aproximadamente la mitad de los ingresos del Gobierno ruso. Y para colmo, la economía rusa está controlada por una pequeña élite que depende de las decisiones de Putin. Más de un tercio de la riqueza doméstica total de Rusia está en manos de las 110 personas más ricas del país.
A pesar de sus armas nucleares, que están sometidas a las mismas reglas de destrucción mutua garantizada con Estados Unidos que dominaban la relación en tiempos de la Unión Soviética, Rusia no cuenta tampoco con la capacidad militar de su antecesor. Hoy, Estados Unidos tiene un gasto militar alrededor de ocho veces superior al de Rusia. Los rusos pueden causar problemas a sus vecinos, pero no proyectar su poder con la dimensión de la Guerra Fría.
No obstante, la mayor limitación de Rusia es que China no desea convertirse en un aliado fiable contra Occidente. A Pekín no le conviene ponerse de parte de nadie en este conflicto. Aunque, por supuesto, aspira a comprar más energía a Rusia, no tiene ningún incentivo para enemistarse con sus principales socios comerciales (la UE y Estados Unidos) y alinearse con Moscú. En realidad, China es el mayor beneficiado (tal vez el único) de la crisis actual en Ucrania. Mientras Europa se gaste el dinero en reducir su dependencia de la energía rusa, los chinos saben que pueden negociar mejor el precio y, al tiempo, mantener unas relaciones pragmáticas con todas las partes. Y otro elemento que beneficia a China es que Estados Unidos esté prestando más atención a Europa del Este, en lugar de Asia. China se andará con cuidado ante los intentos rusos de provocar crisis separatistas en el interior de Ucrania, porque se opone a cualquier precedente que pueda generar una demanda similar de autonomía en provincias inquietas como Tíbet y Xinjiang.
Moscú puede desbaratar los planes de política exterior de Occidente
Sin llegar a una Guerra Fría, Rusia puede intentar desbaratar los planes de política exterior de Occidente. Puede animar al Gobierno sirio de Bachar el Asad a que ignore las exigencias occidentales de destruir o entregar sus armas químicas. Puede proporcionarle más ayuda económica y militar. Pero El Asad ya ha ganado terreno suficiente para sobrevivir a la guerra civil siria, y Rusia no puede hacer gran cosa para ayudar a recomponer el país deshecho. Otra cosa que pueden hacer los rusos es incordiar en las negociaciones sobre el destino del programa nuclear iraní. Pero a Moscú no le será fácil convencer a Teherán para que se retracte de un acuerdo que Irán desea mantener como medio para reconstruir la economía nacional, y Rusia no quiere que se desencadene una carrera armamentística nuclear en Oriente Próximo, mucho más cerca de sus fronteras que de Estados Unidos. En resumen, Rusia es una potencia regional y nada más, aunque es cierto que el presidente Obama no facilita la situación cada vez que lo subraya en público.
Ahora bien, aunque no estamos ante una nueva Guerra Fría, eso tiene sus inconvenientes. El conflicto entre la Unión Soviética y Occidente impuso un orden internacional que hizo que la política mundial fuera relativamente más previsible. En un mundo que ha sufrido la peor crisis financiera en Estados Unidos desde hace 70 años, una crisis existencial en la eurozona, revueltas en el norte de África y Oriente Próximo, una ola creciente de agitación en los países emergentes y ahora este peligroso pulso entre el Este y Occidente a propósito de Ucrania, todo ello en los seis últimos años, un poco de previsibilidad sería tal vez de agradecer.
Ian Bremmer es presidente del Eurasia Group y profesor de investigaciones globales en la Universidad de Nueva York. Pueden seguirle en Twitter en @ianbremmer.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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