Ciudad sin Estado
Barcelona no da a España jefes de Estado o de Gobierno, salvo un paréntesis republicano, como tampoco lo hace Cataluña
Esta es una ciudad extraña. Con vocación de capital, pero sin gobierno y ni siquiera Estado que la tome en consideración durante siglos. Provinciana solo administrativamente, ha sido abierta, europea y cosmopolita incluso en sus épocas más oscuras. El alejamiento de la milicia, la justicia y la administración es un hecho normal en larguísimas etapas de su historia. La gente iba a lo suyo, a sus negocios particulares, ajenos a los empleos y presupuestos públicos. Se diría casi una sociedad sin Estado o sin apenas vocación de tenerlo, propensa al individualismo burgués y a la anarquía proletaria.
Es verdad que últimamente ha cambiado. Tiene Gobierno, aunque no colme su ambición de autogobernarse; funcionarios propios, entre los que descuellan esos policías de los que históricamente había carecido; su lengua y su cultura, que brillan en lo más alto, reconocidas y difundidas como nunca en su historia, a pesar de que algunos las vean arrastradas por el barro; presupuesto y ahora mismo endeudamiento; y muchas cosas más, buenas y malas.
El nombramiento del barcelonés Manuel Valls dice mucho de la capacidad de Francia para fabricar ciudadanos y llevarlos hasta lo más alto
Pero hay una que permanece intacta a lo largo de los siglos, salvo un breve paréntesis. Barcelona no da a España jefes de Estado o de Gobierno, como tampoco lo hace Cataluña. No los ha dado nunca, salvo los tres personajes consecutivos que lideraron la experiencia revolucionaria y republicana desde 1969 hasta 1973: el reusense Joan Prim y los barceloneses Estanislao Figueras y Francesc Pi i Margall.
Esta anomalía viene subrayada ahora por el nombramiento de un barcelonés, hijo del barrio de Horta, con raíces y abundantes amigos y parientes en Barcelona, como primer ministro de Francia. Barcelona da a la República Francesa, con toda normalidad, lo que Barcelona solo ha dado a España en aquel remoto interludio de la Gloriosa y la Primera República.
Es poco, ciertamente, apenas una referencia en una biografía: aunque de familia catalana, Manuel Valls es francés por los cuatro costados y lo es por elección, que es como mejor se adquiere la ciudadanía; y lo es además con fervor patriótico y entrega admirada a la grandeur de Francia. A la vez es mucho: Valls no es hijo de inmigrante ni de exiliado republicano, sino de un pintor que se trasladó a vivir a París en pleno franquismo a respirar la libertad que exige el arte, como hacían los artistas barceloneses ya en el siglo XIX, en una avanzada de la idea de Europa e incluso del mundo mestizo en el que estamos ya entrando.
Valls es la demostración de que la Francia quejumbrosa por la decadencia no lleva razón. Su nombramiento dice mucho de la capacidad de la escuela francesa y de la eficacia de la República para fabricar ciudadanos y proyectarlos hasta lo más alto. Europa entera debiera ser eso que ha sido Francia para Valls y que todavía no son cada uno de sus países miembros, a veces ni siquiera de puertas hacia dentro.
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