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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Literatura de combate

Los intelectuales han perdido prestigio e influencia por haberse limitado a repetir consignas partidistas

MARCOS BALFAGÓN

Estaba a punto de terminar el siglo XIX, cuando el escritor Émile Zola apareció por la redacción de un periódico, L’Aurore, para entregar un texto de airada protesta por la injusticia que se estaba cometiendo con un capitán judío, Alfred Dreyfus, a quien se condenó a cadena perpetua por una traición que no había cometido. Aquel alegato, titulado Yo acuso, consagró a una figura que, desde entonces, forma parte del decorado de cualquier nación moderna: el intelectual.

Tuvo sus horas gloriosas durante el siglo XX y, en estos tiempos, parece condenado a un papel secundario. Pero ahí están, los intelectuales, y no dejarán de estar mientras haya una causa por la que combatir y una audiencia a la que convencer. En su último libro, el historiador Santos Juliá los ha vuelto a traer a primer plano, tratándolos en plural: es decir, fijándose en todas esas proclamas que recorren la historia de España desde finales del XIX y que subrayan el afán de quienes hablaban con una única voz para torcer el rumbo de las cosas bajo una rúbrica rotunda: Nosotros, los abajo firmantes.

Ahora las nuevas tecnologías y la Red facilitan este tipo de iniciativas, aunque la condición de intelectual haya dejado de levantar la admiración que producía en los años dorados en los que Jean Paul Sartre se pronunciaba en todo momento y sobre cualquier cuestión, generando de inmediato la aclamación de su corte de seguidores. No corren buenos tiempos para los gestos que se presentan con un aura de solemnidad. “Y a mí qué más me da lo que digan los abajo firmantes”: esa podría ser la tónica que domina esta época descreída y que ha dejado de confiar en la fuerza de las palabras.

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Parte de la responsabilidad de este ninguneo la tienen, paradójicamente, los propios intelectuales. Su afán de protagonismo los ha terminado por conducir a la irrelevancia. Al convertirse en caricaturas de sí mismos, por limitarse a repetir los habituales sonsonetes partidistas, nadie confía en que tengan argumentos de peso. Su condición es ya la de los tertulianos, a los que se adivina siempre y a los que se calla con solo apretar un botón. Y, sin embargo, siguen existiendo causas por las que pelear y, más que nunca, se necesitan ideas que las iluminen.

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