“Vamos a hacer la Transición, amigos”
Leopoldo Calvo-Sotelo guardaba gratitud a Suárez, su antecesor en La Moncloa
Encuentro estos endecasílabos libres, e inéditos, en el archivo de mi padre; por la fecha, junio de 1997, y una anotación en su agenda, debió de leerlos ante Suárez y otros colegas de UCD para festejar los 20 años de las primeras elecciones democráticas:
“Ya lo dijo San Juan: en el principio / era el rey, era un Rey que estaba solo, / que llegaba del frío, de aquel Régimen / que agonizaba interminablemente / el versículo cuarto también vale: / hubo un hombre enviado por la Historia, / por el Azar a lo mejor (quién sabe / cómo elige la Historia sus caminos), / un hombre que llegaba adolescente / en el momento exacto y decisivo, / que era azul, aunque de un azul abierto; / y era amigo del Rey, más que monárquico / al uso, un hombre juvenil y alegre / de quien sabíamos el nombre: Adolfo, / y pocas cosas más. Un hombre digo / que nos reunió a unos cuantos en la Casa / de Castellana tres, la pre-Moncloa, / y comenzó diciendo simplemente / ‘Vamos a hacer la Transición, amigos”.
Evoco la figura de Adolfo Suárez filialmente, a través de la memoria de mi padre, Leopoldo Calvo-Sotelo, porque eran constantes las referencias a su jefe político en las conversaciones con nosotros, sus hijos. Recurría a una comparación, nos decía, “escandalosa para algunos”: cuando Jesús busca discípulos a quienes predicar un mundo nuevo, no recurre a los esenios, los intelectuales más preparados del mundo judío, sino que echa mano de unos simples pescadores: “Y así, el hombre que hizo de verdad la Transición fue Adolfo Suárez, un hombre con una preparación normal, pero lleno de coraje, de intuición y de carisma”.
Mi padre se hizo amigo de Suárez en la mesa del Consejo de Ministros durante el primer Gobierno de la Monarquía y lo que sobre él nos contaba, en la emoción política del día a día, lo resumen también estas líneas en prosa: “Conservo intacta la admiración que supo despertar en mí, como en la mayoría de los españoles, el autor de la transición política entre 1976 y 1980. Conservo también mi gratitud para quien me hizo ministro en cuatro Gobiernos y me empujó a La Moncloa después de su dimisión”.
Suárez era un hombre de preparación normal, pero lleno de "coraje, de intuición y de carisma"
Precisamente sobre aquella discutida dimisión es este pasaje, fruto de una de esas informaciones en vivo, que transcribo de una agenda juvenil de 1981: “A las 12.30 de la noche se va mi padre a La Moncloa. Vuelve a las 4.30. En la reunión, el presidente anuncia su intención de dimitir. Le pide a F. F. Ordóñez que proponga candidatos a presidente: varios nombres: Landelino, Sahagún, M-Villa (que lo rechaza), P-Llorca (dice que no) y mi padre. Se hace una votación: 6 para mi padre, 2 a Sahagún, 1 Landelino (el de mi padre)”. (Miércoles, 28 de enero).
Por profesión, he trabajado como diplomático en tres continentes. Siempre ha sido grato contar, ante gentes curiosas, en Europa o Iberoamérica, la ejemplaridad de nuestra Transición. Más que grato, me resultó tan insospechado como sugestivo, en mi último destino en El Cairo, tener que evocar aquellos años ante gentes ya no curiosas, sino exactamente protagonistas de otro empeño por ganar las libertades y la democracia: los jóvenes de la llamada revolución egipcia, aquellos que salieron indemnes de la plaza del Tahrir. Percibían ellos que lo que se les contaba no era el compendio de solitarias lecturas académicas, sino el relato de experiencias insustituibles. Y nosotros percibíamos en su escucha una tensión que no dedicaban a los expertos de viejas democracias. Para ellos tradujimos al árabe, íntegramente, los Pactos de La Moncloa, como otro ejemplo más de que la democracia es acuerdo y que el acuerdo es cesión por el bien común. Quedan así escritos en la preciosa caligrafía del alifato, y circulan por el cambiante mundo árabe, los nombres de quienes los firmaron —González, Carrillo, Fraga, Tierno, Roca, Ajuriaguerra, Triginer, Raventós— después de la rúbrica de quien lo lideró, Adolfo Suárez, y de quien siempre se honró de secundarlo, de ser su segundo, Leopoldo Calvo-Sotelo.
Estos días se acercarán a las Embajadas de España, en la redondez del mundo, muchas gentes que también quieren estampar su firma en el libro de condolencias, bajo el nombre de quien a tantos inspiró, ante cualquier circunstancia, frente al mayor problema, para buscar —son sus palabras— “el constante diálogo, que sustituye la contienda por el debate, que supera la discrepancia por el acuerdo, la más alta forma de la vida política”. Los españoles que aquí nos condolemos, al considerarlo uno de los padres de la Transición, tenemos derecho a hacerlo filialmente.
Pedro Calvo-Sotelo es diplomático e hijo de Leopoldo-Calvo Sotelo, que presidió el Gobierno de España del 26 de febrero de 1981 al 2 de diciembre de 1982.
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