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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Farsa en Crimea

Occidente debe mostrar ante Putin la contundencia que exigen los hechos consumados

El referéndum de hoy en Crimea sería solo una farsa insostenible si no fuera porque su anunciado desenlace implica la forzada anexión por Moscú de un territorio invadido y que controla políticamente. El argumento que sirve de justificación a Vladímir Putin, la protección de la población rusófona, puede servir mañana al Kremlin para llevar sus tropas a otras zonas de Ucrania donde ya se producen enfrentamientos entre grupos pro y antirrusos.

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La ofensiva diplomática occidental no ha servido para disuadir a Putin de su flagrante desafío a la legalidad internacional y al orden posterior a la guerra fría. Más bien ha confirmado una creciente resignación ante el futuro de Crimea. Era improbable que fuera de otra manera. Putin ha invertido un enorme capital político en su escalada reciente. Nunca el líder ruso había tenido tanto apoyo en su país como estos días en los que ha convertido Rusia en un gigantesco altavoz a favor de la anexión. Crimea representa a la postre la apuesta más audaz de un autócrata acostumbrado a hacer su voluntad en la escena internacional sin nada serio que temer.

El referéndum de hoy dejará de hecho a Crimea fuera de Ucrania. Quizá Putin no busque su anexión formal e inmediata y mantenga un trampantojo de independencia en el territorio ocupado. O decida, como en otras regiones fronterizas de Rusia, su inclusión en un limbo constitucional manejado por el Kremlin. Sea como fuere, Ucrania, Europa y EE UU están ya ante los hechos consumados.

Kiev, descartado un impensable enfrentamiento armado, tiene pocas opciones más allá de la protesta. Las prioridades del Gobierno interino de Ucrania no pueden ser otras que llevar adelante las elecciones de mayo, para que un Gobierno salido de las urnas ponga los cimientos de una democracia sostenible y económicamente viable. En ese horizonte, que incluye evitar una inminente bancarrota, resulta imprescindible una masiva ayuda occidental.

Occidente no va a ir a una guerra por Ucrania, pero en Washington y Bruselas ha llegado la hora de aplicar contundencia al formidable órdago del Kremlin. El castigo de las potencias democráticas debe ir mucho más allá de lo que Putin ha calculado como riesgo asumible de su tropelía. Hacer daño al Kremlin exige plantearse, entre otras medidas, la congelación de activos del establishment político ruso, el progresivo aislamiento de Moscú de los circuitos financieros globales y la cancelación de los grandes contratos de armamento.

Europa en particular, acostumbrada en los últimos años a depender del gas y del dinero rusos, debe estar preparada para el sacrificio. Si las palabras de Angela Merkel esta semana significan algo, Berlín parece dispuesto por vez primera a cuestionar su privilegiada relación con Moscú. La globalización hace a Rusia mucho más vulnerable en todos los órdenes que en tiempos de la guerra fría. Acaso en lo inmediato las sanciones perjudiquen a la UE, pero a medio plazo Putin está llamado a ser el perdedor de la confrontación que ha desatado.

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