11-M, pasado y presente
El mazazo terrorista no ha tenido los efectos siniestros que algunos descontaban
Siete días después del 11-M publiqué el artículo titulado ¡Yihad en Madrid! Fue mal recibido. Casi de inmediato recayeron sobre él duras críticas, unas lógicamente de islamistas, pero también de colegas y hasta entonces amigos, con el habitual recurso descalificatorio de haber utilizado una mala traducción y, sobre todo, por la inaceptable asociación de islam y violencia. De nada sirvió que en el artículo incluyera una inequívoca declaración: “El islam no es terrorista, lo que no impide una lectura ortodoxa de los textos sagrados sobre la cual el integrismo puede perfectamente asentar una estrategia del terror”. Afirmación cuya validez se mantiene.
“No debemos dejarnos arrastrar a un debate teológico de lo que dice y no dice el Corán”, advirtió enseguida Juan Goytisolo, y los efectos sedantes de la admonición se extendieron en mancha de aceite. Bin Laden encontró refugio en el coro de condenas centradas en la responsabilidad de Aznar. Los atentados habrían sido un ejercicio de justa venganza. No fue así, aun cuando su actuación como comparsa de Bush permitió a los terroristas legitimar su barbarie, por si no bastara con el mito de Al Andalus.
Fracasaron los intentos obsesivos de intoxicar a la opinión desde un conocido periódico
Hoy sabemos perfectamente que en la génesis del atentado juega un papel decisivo la inspiración de los versículos más radicales sobre la práctica de la yihad contra los enemigos de Alá. No podía ser de otra manera, dado el dominio ejercido por los textos sagrados sobre la conciencia de todo musulmán militante. El “¡matadlos!” del versículo que puse al frente de mi explicación se ha visto refrendado por su cita como aval del 11-M por su principal responsable. Fernando Reinares lo subraya y recoge en el título de su reciente libro, donde analiza a partir de una documentación abrumadora la preparación del crimen. Constatarlo nada tiene que ver con un debate teológico sobre el Corán: supone simplemente reconocer cuáles son los fundamentos ideológicos y la lógica intrarreligiosa de la actuación yihadista. Sin tenerlo en cuenta, Al Qaeda se convierte en la “nebulosa giratoria” de que hablaba Goytisolo, sin otra posibilidad de respuesta que la policial o militar.
El balance de la década marca en este sentido un movimiento en tijera. Desde el punto de vista de la organización de la seguridad, el contraterrorismo ha dado un salto cualitativo. Parece haberse acabado el tiempo de los desplazamientos y de las comunicaciones de los terroristas a escala mundial sin obstáculo alguno. El perfeccionamiento técnico, los mayores recursos y la coordinación internacional han puesto freno a la secuencia de grandes atentados, lo cual no significa que el riesgo haya desaparecido. Solo que la vertiente militar ofrece un saldo opuesto, en gran medida como resultado de la cruzada contra el Mal declarada por Bush. Crimen contra la humanidad y gravísimo error político, la invasión de Irak tuvo el efecto de una intervención contra el cáncer generadora de metástasis. La violación sistemática de derechos allí y en Guantánamo destrozó la imagen del país-víctima, mientras del Próximo Oriente a Pakistán, las dificultades y la inseguridad de la política occidental fueron la regla; pensemos en el apoyo estadounidense al golpe egipcio. Consecuencia: Al Qaeda ha logrado consolidar la articulación entre el centro simbólico y las estrategias regionales. La historia del terror continúa.
La seguridad ha mejorado; no así la difusión de la imagen real de un Islam progresivo
Volviendo la mirada hacia el interior, el mazazo terrorista no ha tenido los efectos siniestros que algunos descontaban. No ardieron las mezquitas, como temía un amigo de este diario. El sistema judicial afrontó con serenidad el juicio del 11-M, las fuerzas de seguridad impidieron su repetición a escala ampliada. Fracasaron los intentos obsesivos de intoxicar a la opinión desde un conocido periódico. Sin duda la islamofobia ha crecido, pero no por efecto del trauma terrorista, sino como variante de la xenofobia fomentada por la crisis económica, y no solo en nuestro país (Italia, Francia, Holanda, Suiza).
Que el interés por el islam se haya visto incrementado lo confirma la bibliografía, si bien esto no impide la persistencia de una actitud, más que de respeto, reverencial. Y de no analizar surgió el no entender, constatable en el desmesurado optimismo ante la primavera árabe, y también al enjuiciar cuestiones como el burka, para nada mandato islámico. Siguió vigente la advertencia de Goytisolo, esto es, no preguntarse por las bases doctrinales del terror, con lo cual quedó desatendida la conveniencia de someter a una exégesis rigurosa al Corán y a los hadiths en cuanto a la violencia, y de informar con rigor a la opinión pública sobre los fundamentos de la estrategia de Al Qaeda.
La deriva reverencial culminó con la iniciativa de la Alianza de Civilizaciones, hallazgo de Zapatero, un fuego de artificio costoso e inútil cuya misión primordial consistía en arremeter contra la islamofobia —caricaturas danesas— y en juegos florales, sin olvidar la voluntad censoria del propio ZP contra quien la criticara. En cambio no hubo el menor intento de utilizar los medios públicos para difundir la imagen real de un islam progresivo y de sus logros culturales. Ejemplo: el año de Rumí acordado por la Unesco pasó tan desapercibido como las reflexiones de los defensores de un islam en libertad. Queda la Seguridad. Necesario, pero no suficiente.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid.
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