El malestar de la impunidad
Renunciar a la jurisdicción universal supone abandonar a millones de víctimas
El grupo parlamentario mayoritario en el Congreso de los Diputados avanza una reforma de nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial que desnaturaliza y prácticamente erradica de nuestro ordenamiento jurídico la jurisdicción universal, el mecanismo a través del cual los tribunales españoles pueden atribuirse competencia y perseguir crímenes de carácter internacional cometidos fuera del territorio español.
La reforma culmina otra anterior de 2009, que ya operaba un reduccionismo incompatible con algunos principios elementales del derecho internacional equiparando lo universal a lo español. Ahora, prácticamente, incluso lo español desaparece. En adelante, los jueces y fiscales españoles nos ocuparemos de lo que ocurre dentro de nuestras fronteras, y punto.
Entonces, como justificación de la reforma, se alegó que el ejercicio de la jurisdicción tramitando algunas causas ante la Audiencia Nacional estaba perjudicando las relaciones políticas, económicas y diplomáticas de España con algunos países, Estados Unidos entre otros. Ahora se señala que la persecución penal de algunos antiguos jerarcas de China por crímenes contra la población autóctona de Tíbet puede producir la misma consecuencia. Fuentes gubernamentales ponen de manifiesto su indisimulada preocupación por el gran malestar del Gobierno chino, tenedor del 20% de la deuda pública española, unos 80.000 millones de euros.
Son varias las consideraciones que cabe hacer al respecto. La primera es moral y obvia: lo que perjudica las relaciones internacionales no son las querellas, sino los crímenes. La segunda es más práctica, casi cínica: ¿puede alguien señalar un solo caso en el que un buen negocio se haya cancelado o pospuesto por consideraciones humanitarias? Las relaciones económicas entre España, Argentina y Chile no se resintieron jamás por las órdenes de captura que nuestros tribunales emitieron contra los militares de aquellos países.
¿Puede señalar alguien un negocio pospuesto por causas humanitarias?
Frente a argumentos tan inconsistentes, cabe oponer otros que parecen más importantes. España no puede, para empezar, cambiar a su capricho el derecho internacional, porque este protege bienes jurídicos supranacionales que son indisponibles para los Estados. Llevamos décadas, cuando no siglos, considerando que algunos crímenes, por su naturaleza, atentan al orden internacional general, perjudican al conjunto de la humanidad, y por eso deben ser perseguidos universalmente. Para ser más precisos: la piratería, la esclavitud, el genocidio, los crímenes de guerra y contra la humanidad, el crimen de agresión y la tortura son crímenes internacionales; la opinión al respecto del Congreso español es simplemente una de tantas, irrelevante para la comunidad de naciones en su conjunto.
Además, nuestro país no debería abdicar de principios elementales de justicia por presiones políticas de nadie. Dice la propuesta de reforma legislativa que se pretende adaptar nuestra regulación de la jurisdicción al carácter subsidiario de su ejercicio. No es verdad; en realidad, es al revés: el orden jurisdiccional internacional descansa sobre el principio de complementariedad, de modo que los tribunales internacionales se hacen cargo únicamente de las situaciones en que los tribunales nacionales, territoriales o extraterritoriales, no quieren o no pueden asumir sus obligaciones.
Todos entendemos como razonable que la jurisdicción universal no debe ser ejercida unilateral e ilimitadamente, porque el remedio podría llegar a ser peor que la enfermedad. Los mejores especialistas del mundo, mientras llega el consenso de los Estados, llevan años procurando delimitar los criterios de ejercicio de esa jurisdicción para determinar cuál puede ser en cada caso el forum conveniens, el que mejor asegure y equilibre los derechos de los inculpados y de las víctimas. Véanse al respecto los Principios de Princeton y los de Bruselas. Ahora disponemos, además, de una herramienta nueva y extraordinaria, el Tribunal Penal Internacional, que está llamado a ejercer funciones moderadoras de la cooperación entre los Estados para ir reduciendo progresivamente los espacios de impunidad, al tiempo que se expande y consolida la seguridad jurídica internacional; pero nadie se plantea seriamente que la solución sea suprimir o restringir la jurisdicción universal. Esa, simplemente, no es una opción, porque millones de víctimas quedarían inmediatamente abandonadas a su suerte. Si nuestros gobernantes están sinceramente preocupados por la justicia internacional y por los derechos humanos, es en La Haya, y no en Pekín, donde tienen mucho trabajo por hacer. Hay otros países, no solo el nuestro, que se han comprometido seriamente a ejercer la jurisdicción de manera coordinada y brindar así una protección más efectiva a los derechos humanos.
La reforma nos devolverá de golpe al club de potencias de segunda clase
Cuando se sentaron los cimientos del derecho penal internacional, en Nuremberg, en 1945, los dirigentes españoles de la época estaban mucho más cerca del banquillo de los acusados que del estrado de los acusadores. Así pues, mantuvieron las distancias, guardaron una prudente abstención, y así pasamos los españoles el siguiente medio siglo, en fuera de juego. Sin embargo, en los años noventa, nuestra joven democracia se incorporó con entusiasmo y buena fe a la comunidad jurídica penal internacional y democrática, y hoy existen dos resoluciones de nuestros tribunales que pueden encontrarse en todos los libros de texto del mundo en la materia: el auto de la Audiencia Nacional sobre Pinochet y la sentencia del Tribunal Constitucional sobre Guatemala; ambas establecen con gran claridad los límites y las condiciones del ejercicio de la jurisdicción universal por los tribunales españoles. Los parlamentarios españoles deberían leer ambas resoluciones antes de aprobar una reforma que nos devolverá de golpe al club de potencias de segunda clase, como le llamó John Le Carré, y del que tanto nos costó salir.
En todo caso, tengan por seguro nuestros representantes, que lo que nos produce realmente gran malestar a los ciudadanos que les votamos, son las esterilizaciones involuntarias, los asentamientos ilegales, los desplazamientos forzados de población autóctona y las torturas generalizadas en Tíbet; justamente la clase de conductas prohibidas por las Convenciones de 1948 y 1949, Convenciones que los españoles ratificamos un día y que desde entonces, ante toda la comunidad internacional, nos comprometimos a cumplir y hacer cumplir.
Carlos Castresana Fernández es fiscal del Tribunal Supremo y profesor visitante de Haverford College, Pensilvania, EE UU.
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