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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Simulacro en La Habana

El régimen cubano usa la cumbre de mandatarios de la CELAC para ganar capital político

Si nos atenemos al número de organismos de integración, América Latina debería ser la región más unida del planeta. La impresión, en realidad, es engañosa, ya que los esfuerzos de vertebración tienden a diluirse en una sopa de siglas (Unasur, Alba, Sela, Mercosur o CAN, entre otras). El espejismo se acaba de repetir en la reunión que la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) ha celebrado esta semana en La Habana, con un aforo casi completo. El éxito de asistencia —que contrasta con las declinantes cumbres iberoamericanas—, solo ha propiciado, sin embargo, un resultado tangible: que el régimen cubano presente la cumbre como un espaldarazo internacional, aunque ese no fuera el propósito del encuentro. Por lo demás, las conclusiones han sido un catálogo de buenos deseos —fortalecer el acercamiento, declarar la región como “zona de paz” o luchar contra la pobreza— que calca la retórica de otros foros.

Resulta inevitable. La CELAC engloba a 33 países muy dispares, pero además nació con dos contradicciones de origen que llevan a dudar de su alcance. Fue impulsada en 2011 por Hugo Chávez para neutralizar a la Organización de Estados Americanos (OEA) y marginar a Estados Unidos, pero la mayoría de sus miembros no están dispuestos a dar la espalda a quien sigue siendo un socio esencial. Y si bien la carta de la CELAC recoge como fundamento la defensa de la democracia y el respeto a los derechos humanos, sus afiliados no han tenido empacho en que la dictadura cubana, la única que queda en el hemisferio, haya presidido durante un año el organismo.

Editoriales anteriores

En La Habana esas paradojas han quedado patentes, sobre todo porque el Gobierno de Raúl Castro, como era previsible, desató una oleada represiva contra la disidencia, con detenciones y arrestos domiciliarios. Frente a ello, los presidentes de democracias solventes guardaron silencio. Solo uno, el chileno Sebastián Piñera, se atrevió a romperlo y se reunió con las Damas de Blanco, mientras Costa Rica recibió a un grupo de opositores en su Embajada.

Los demás —salvo los entusiastas del cada vez más disperso eje bolivariano— cumplieron por conveniencia con un protocolo que incluyó, en algunos casos, una visita a Fidel Castro. Ninguno de ellos mira, en realidad, a un régimen agonizante y anacrónico; por eso no acaba de entenderse que no les importe servirle de coartada. Aislar a Cuba no es una opción válida. Jugar a la complicidad, tampoco.

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