La guerra que cambió el destino de Europa
Casi todos los países que participaron calcularon que el conflicto que estalló en agosto de 1914 iba a ser breve. Duró más de cuatro años y dejó ocho millones de muertos, de los que un tercio fueron civiles
"La primavera y el verano de 1914 estuvieron marcados en Europa por una tranquilidad excepcional", recordaba años después Winston Churchill, alimentando esa idea nostálgica de la estabilidad europea en tiempos de la Alemania imperial de Guillermo II o la Inglaterra de Eduardo VII, de contraste entre los “good times” y el período de grandes convulsiones políticas y sociales inaugurado por el estallido de la Primera Guerra Mundial en agosto de 1914.
Cuando comenzó esa guerra, Europa estaba dominada por vastos imperios, gobernados —excepto Francia, donde había surgido una república de la derrota en la guerra con Prusia en 1870— por monarquías hereditarias. La nobleza ejercía todavía un notable poder económico y político. En Gran Bretaña, Francia o Alemania, por citar a las naciones más poderosas, una oligarquía de ricos y poderosos, de buenas familias, de nobles y burgueses conectados a través de matrimonios y consejos de administración de empresas y bancos, mantenía su poder social a través del acceso a la educación y a las instituciones culturales.
Muchos ciudadanos europeos tenían restringida la libertad para hablar su idioma o practicar su religión y sufrían notables discriminaciones por el género, la raza o la clase a la que pertenecían. Las mujeres no votaban, con excepciones como la de Finlandia que les había concedido el voto en 1906, y en raras ocasiones se les permitía poseer propiedades o llevar sus propios negocios. Antes de 1914, la democracia y la presencia de una cultura popular cívica, de respeto por la ley y de defensa de los derechos civiles, eran bienes escasos, presentes en algunos países como Francia y Gran Bretaña y ausentes en la mayor parte del resto de Europa.
En 1919, sólo quedaban los imperios británico y francés. Todos los demás habían desaparecido
Fue ese orden el que comenzó a desmoronarse cuando Austria declaró la guerra a Serbia el 28 de julio de 1914, un mes después del asesinato en Sarajevo del heredero al trono austriaco, el archiduque Francisco Fernando. A partir de ahí, las tensiones y rivalidades entre los diferentes Estados la convirtieron en una guerra general, primero europea y, tras la entrada de Estados Unidos el 6 de octubre de 1917, mundial. Y aunque los gobiernos de los principales poderes, desde Rusia a Gran Bretaña, pasando por Alemania y Austria-Hungría, contribuyeron a poner en riesgo la paz con sus movilizaciones militares, ninguno de ellos había hecho planes militares o económicos para un prolongado combate.
Esperaban que la guerra fuera corta porque sabían que si entraban en guerra todos la vez, algo que posibilitaba el sistema de alianzas pactado unos años antes, el dinero y las energías gastadas podrían conducir a la bancarrota de la industria y del crédito en Europa. Al declarar la guerra en agosto de 1914, argumenta la historiadora Ruth Henig, “los poderes europeos contemplaban una serie de encuentros militares cortos e incisivos, seguidos presumiblemente de un congreso general de los beligerantes en el que confirmarían los resultados militares mediante un arreglo político y diplomático”. Guillermo, el príncipe heredero de la corona alemana, ansiaba que la guerra fuera “radiante y gozosa”. El ministro ruso de la Guerra, el general V.A. Sukhomlinov, se preparaba para una batalla de dos a seis meses y las expectativas británicas eran que sus fuerzas expedicionarias estuvieran en casa para Navidad.
La guerra, sin embargo, duró cuatro años y tres meses y el entusiasmo que exhibieron a favor de ella la mayor parte de las poblaciones de los países beligerantes, incluidas las clases trabajadoras, se evaporó relativamente pronto, especialmente en Europa central y del este. La escasez de comida y de materias primas y los numerosos conflictos que se derivaron de las duras condiciones en que se desarrolló la guerra formaron el telón de fondo de las revoluciones de 1917 en Rusia que sucesivamente derribaron al régimen zarista y llevaron a los bolcheviques al poder, el cambio revolucionario más súbito y amenazante que conoció la historia del siglo XX. En 1919, solo quedaban los imperios británico y francés. Todos los demás habían desaparecido y con ellos, un amplio ejército de oficiales, soldados, burócratas y terratenientes que los habían sostenido.
En el siglo que transcurrió entre el Congreso de Viena en 1815, que puso fin a la era de Napoleón, y el estallido de la Primera Guerra Mundial, Europa fue el escenario de dos grandes guerras que destacaron sobre otros conflictos más localizados: la guerra de Crimea, de 1854-56, dejó unos 400.000 muertos; la que enfrentó a Francia y a Prusia, en 1870-71, causó 184.000 víctimas. Más de ocho millones de personas murieron en la Gran Guerra de 1914-1918, una cifra a la que habría que añadir las víctimas de la pandemia de gripe de 1918-19, que golpeó con severidad a una población debilitada por los efectos de la contienda.
Al menos 800.000 armenios fueron asesinados por las fuerzas armadas otomanas
Antes de 1914, los civiles muertos en las guerras eran pocos comparados con quienes las combatían. En la Primera Guerra Mundial, las víctimas civiles mortales ya representaron un tercio del total; en la Segunda, superaron los dos tercios. El “embrutecimiento” causado por la primera de esas guerras, con terribles consecuencias, dio paso a que las poblaciones civiles se convirtieran en objeto de acoso y destrucción.
Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, el destino de Europa comenzó a decidirse por la fuerza de las armas. Fue un conflicto de una escala sin precedentes, con dos frentes principales, uno occidental y otro oriental, con la aparición, por primera vez en la historia, de los bombardeos aéreos, después de que las batallas por tierra y por mar hubieran sido durante mucho tiempo las principales manifestaciones de la guerra. Ya a comienzos de 1915 hubo ataques con bombas desde el aire, ejecutados por británicos y alemanes. Y las atrocidades cometidas sobre la población civil demuestran que esa guerra inauguró una nueva época en la violencia entre Estados, que alcanzó su cénit en la Segunda Guerra Mundial.
Según la investigación de John Horme y Alan Kramer, 6.427 civiles belgas y franceses fueron asesinados por las tropas alemanas invasoras en agosto de 1914, apenas comenzada la guerra, y la persecución y muerte de civiles fue también habitual en el frente este, protagonizada por soldados alemanes, austriacos y rusos. Cientos de miles de lituanos, letones, polacos y judíos fueron deportados al interior de Rusia. Aunque el ejemplo más claro de ese “embrutecimiento” alimentado por la Gran Guerra, un claro precedente del genocidio nazi, fue el asesinato a sangre fría de al menos 800.000 armenios, entre 1915 y 1916, por las fuerzas armadas otomanas, una acción deliberadamente planeada y llevada a cabo por las elites del Estado otomano.
La Primera Guerra Mundial, que decidió el destino de Europa por la fuerza, tras décadas de primacía de la política y de la diplomacia, ha sido considerada por muchos autores la auténtica línea divisoria de la historia europea del siglo XX, la ruptura traumática con las políticas entonces dominantes. Marcó el comienzo de la escalada de la violencia en esa era que se extendió hasta 1945, porque borró la línea entre el enemigo interno y externo, la frontera entre población civil y militar, fue el escenario de los primeros ejemplos de exterminio masivo de la historia y de ella salieron el comunismo y el fascismo, los movimientos paramilitares y la militarización de la política.
La mayoría de los dirigentes de los grandes poderes en el momento del estallido de la Primera Guerra Mundial pertenecían a ese mundo exclusivo y elitista, estrechamente vinculado a la cultura aristocrática del Antiguo Régimen, con escasos conocimientos sobre la sociedad industrial y los cambios sociales que estaba provocando. Tras ella, ya nada fue igual. A los intelectuales y artistas les resultó casi imposible quedarse al margen de los grandes debates públicos. El comunismo y el fascismo se convirtieron en alternativas a la democracia liberal, vehículos para la política de masas, viveros de nuevos líderes que, subiendo de la nada, arrancando desde fuera del establishment y del viejo orden monárquico e imperial, propusieron rupturas radicales con el pasado. Como declaró Sir Edward Grey, ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, las luces se estaban apagando en Europa.
Julián Casanova es autor de Europa contra Europa, 1914-1945 (Editorial Crítica).
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