Que algún dios reparta suerte
Vuelve el prestigio del azar, quizá porque descubrimos que tanta sabiduría no garantiza la felicidad
La suerte, podríamos afirmar a modo de definición de urgencia, es un azar positivo. También existe un azar negativo (por eso se puede hablar de “mala suerte”), pero el hecho de que cuando la palabra no viene adjetivada demos por descontado que nos referimos a la buena resulta en sí mismo revelador. Durante gran parte de la historia de nuestra cultura, el azar constituía el enorme territorio de lo que ocurría al margen de nosotros o, mejor, de lo que nos sobrevenía sin que hubiéramos hecho nada para que ocurriera. Se diría que con el tiempo el hombre ha ido conquistando, de forma implacable, también esa región de la experiencia. No siempre ha sido una conquista voluntaria: en ocasiones la suerte nos ha llegado sin pretenderlo o pretendiendo otra cosa (la celebrada serendipity), en tanto que en otras hemos intentado, un tanto presuntuosamente, atribuírnosla ex post facto(“la suerte para el que la busca”, suele ser la fórmula favorita de los que pretenden convertirla en mérito propio).
En tiempos de incertidumbre como los actuales regresa la idea de suerte. Y, es curioso, lo hace no tanto porque nuestra colonización del azar haya fracasado, o porque se haya topado con algún límite irrebasable. Ninguna de ambas cosas ha sucedido. Nuestro conocimiento no cesa de aumentar (sin duda se encuentra ahí la causa de que se haya generalizado tanto, al hablar de la herencia de saber que hemos recibido de nuestros antepasados, el término desaprender), de la misma forma que, precisamente por ello, el territorio del azar se ha visto crecientemente recortado.
A pesar de la crisis, proliferan juegos de azar, loterías u otro tipo de sorteos
La incertidumbre que hoy domina nuestro imaginario colectivo no es la que se desprende de la ignorancia pura y dura, sino, por el contrario, la que deriva de un conocimiento que, lejos de allanar el camino de nuestra existencia, parece haberse constituido en fuente de problemas específicos, de muy diverso orden (individuales, colectivos, sobre la naturaleza...). Habrá quien piense que el error era fundacional, en el sentido de que teníamos depositadas demasiadas expectativas en un convencimiento que estaba por demostrar, a saber, el de que conocerlo todo desembocaba directamente en el mejor de los mundos, en la medida en que tan enorme cantidad de conocimiento nos permitiría resolver la mayor parte de nuestros problemas. En efecto, da la sensación de que, una vez llegados ahí, no hemos encontrado en los confines de ese territorio, antes desconocido, de lo aún-por-saber aquello que buscábamos. Finalmente, tanta sabiduría no nos garantizó la felicidad.
Tampoco faltarán los que no se conformen con esta mera constatación y, al modo de los rompe-máquinas de los primeros compases del movimiento obrero industrial, den un paso más y atribuyan directamente al conocimiento mismo la causa de todas nuestras desdichas, propugnando la necesidad de regresar a una especie de Arcadia feliz de la ignorancia, como si alguna vez hubiera existido esa inocencia originaria, esa limpia página en blanco de un alma todavía no emborronada por garabato alguno de creencias. Como si el no saber fuera una opción, como si nos fuera dado olvidar aquello que alguna vez conocimos. Inútil ensoñación la de intentar ignorar lo sabido, tan inútil como la de fantasear que podemos olvidar a voluntad. Así, ya en el año 45, con el lenguaje de entonces, Sartre constataba que la bomba atómica, y la posibilidad de suicidio de la humanidad que con ella se abría, nos condenaba para siempre a convivir con nuestra muerte en tanto que especie. O, por decirlo con las palabras de Santiago Alba Rico referidas a lo mismo, “para borrar el conocimiento de cómo se fabrica una bomba atómica habría que arrojar una bomba atómica”.
No creo que haya muchas dudas al respecto: el regreso actual de la suerte tiene mucho que ver con el hecho de que parece representar el último refugio de salvación en tiempos de amenazas generalizadas. Nada tiene de casual ni, menos aún, de contradictoria la proliferación actual —cuando la crisis castiga con mayor dureza a un número creciente de ciudadanos— de juegos de azar, loterías, sorteos y otras formas de esperar que nos venga de fuera la solución a nuestros problemas. La función ideológica de tales fantasías queda clara cuando se repara en el hecho de que su lógica de ningún modo cuestiona lo que hay, sino que, por el contrario, lo que hace es ofrecer al presunto afortunado un remedio mágico (y, por supuesto, individual) para escapar de sus desgracias.
Al afortunado se le da un remedio mágico para escapar de sus desgracias
Enfrente (¿o deberíamos decir encima?) también quienes, lejos de sufrir la realidad, se benefician de ella, comparten la idea de la inmutabilidad, sin que deba distraernos la aparente variedad en las descripciones de lo existente utilizadas por tales apologetas. Porque tanto da que estos se sirvan de expresiones fatalistas del estilo del “no hay nada que hacer” (aunque peor aún, por lo que tiene de chulesco, suena el “esto es lo que hay”), o que celebren el caos de lo real como ocasión para que los tiburones con los dientes más afilados —los mejores, según su cosmovisión— devoren al resto. En ninguno de los dos casos tampoco dichos apologetas tienen en cuenta la posibilidad de que el actual orden del mundo pueda ser impugnado y adoptar un signo radicalmente distinto, más justo y equitativo.
Pero hay otra forma de reivindicar la suerte, ajena por completo a las resignadamente consoladoras formas que acabamos de señalar. Porque luchar contra el estado de cosas que padecemos es, en un cierto sentido, luchar por la posibilidad de volver a tener suerte, pero de una manera activa. Se trata de exponerse en condiciones al azar, de generar con las propias acciones efectos impredecibles... para los poderes que nos han abocado a donde estamos. Se trata, en suma, de ganar la capacidad de intervenir, propiciando una indeterminación específica (o, si se me permite el tecnicismo filosófico, revelando su insoslayable contingencia), sobre el curso de unos acontecimientos que quienes los han propiciado se empeñan en presentárnoslos como naturalizados, como si fueran ajenos a su voluntad, por más que —fíjense qué cosa tan curiosa— no dejen nunca de beneficiarles.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Hace poco ha publicado Filósofo de guardia (RBA).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.