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Columna
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Montera

No hace falta interrogarlas, ni preguntar por sus condiciones de vida o si les excita cada tipo que se les acerca. Está todo en su cara

Jorge M. Reverte

Hay 343 intelectuales franceses que han firmado un manifiesto exigiendo que no se les quite el derecho a ir de putas, como pretende un proyecto de ley que fue presentado a discusión hace poco en el Parlamento.

Tengo que reconocer que no soy un gran experto en la materia, pero que las lecturas me llevan a considerar que el asunto tiene más esquinas de lo que parece. Porque el manifiesto hace una reclamación a la libertad de quien compra los servicios y quien los paga. En eso de las discusiones sobre la libertad, los franceses, hay que admitirlo, son auténticos maestros. Y yo me siento tan poco libre en relación con lo de las putas, que tengo la pulsión de pedirle permiso a mi mujer para hacerlo.

Lo primero que se me pasa por la cabeza al darle vueltas al espinoso tema es que los hombres no estamos especialmente cualificados para verlo en toda su complejidad, es decir, en que afecta también a las mujeres (o sea, que tampoco es tan complejo), y me siento como si fuera un presidente de una empresa de limpieza decidiendo si puedo o no contratar trabajadores por un precio ridículo a cambio de hacer una faena que no quisiera para mí ni harto de vino. Los hombres, realmente, no podemos ser feministas de verdad, como los empresarios no pueden ser sindicalistas de verdad.

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Hay una manera fácil para tener una opinión al respecto. Basta con ir a la calle de la Montera en Madrid (en cada sitio hay lugares así), y ver a las señoras que esperan que algún intelectual francés se les acerque para comprarles algún desahogo. No hace falta interrogarlas, ni preguntar por sus condiciones de vida o si les excita cada tipo que se les acerca. Está todo en su cara.

No sé qué pensar sobre la prostitución. Pero en Montera las putas no se divierten. Está en su cara.

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